IV. LA POSGUERRA
Terminada la guerra, la unidad de
Julio Bravo iba de pueblo en pueblo, por la provincia de Guadalajara,
«recogiendo a todos los republicanos, que se entregaban por compañías
enteras, a los cuales hacían prisioneros de guerra.»
En una ocasión salieron de Las
Inviernas, donde habían pasado la noche, y anduvieron toda la jornada;
«se pasaron todo el día andando descalzos [sic] por caminos que no
habían transitado nunca..., no tenían nada que comer» y llovía y
nevaba tan intensamente que perdieron el rumbo y al anochecer llegaron al
mismo pueblo de donde habían partido por la mañana.
«Se tenían que buscar la vida como
podían» y, en una ocasión que hicieron noche en Horche, se refugiaron
en la iglesia, quemada ya por los republicanos, y tuvieron que quemar la
tarima que aún quedaba para combatir el frío.
En otra ocasión encontraron un cerdo,
lo mataron y se lo comieron.
Luego de un tiempo Julio Bravo fue
destinado a una unidad de ingenieros pontoneros en Cataluña donde a lo
largo del río Segre estuvo reparando los puentes dañados durante la
guerra. Allí donde había prisioneros de guerra los hacían trabajar
duramente. Siguieron pasando hambre y tenían que robar en los huertos y
en el Segre estuvo a punto de ahogarse absorbido por un remolino cuando
trataba de recuperar las truchas que habían matado con bombas de sifón
«La guerra fue mala porque se perdieron
amigos y familiares, pero la postguerra fue peor a causa del hambre y la
pobreza, y de la falta de libertad.»
«Los
primeros años de la postguerra fueron los peores ya que no había
nada que comer, porque los campos estaban destrozados por la guerra.
Fueron unos años muy difíciles... y España no se recuperó hasta veinte
años más tarde.»
«Al acabar la guerra —dice Juan, de
Méntrida (Toledo)—se impuso una dictadura militar. En cuestiones de
justicia reinó el desorden y muchos inocentes murieron fusilados por la
deficiencia de ésta o por las prisas con que se administraba. Las
autoridades abusaron de su poder según su conveniencia.»
1. La represión
«Tanto los rojos como los nacionales
estuvieron asesinando a la gente durante los tres años que duró la
guerra, pero Franco continuó la matanza hasta unos días antes de morir
que firmó las últimas sentencias de muerte de los presos políticos.»
(N J)
Cuando terminó la guerra «todos
salían contentos a recibir a las tropas nacionales, sonaban las campanas
y había un gran alboroto en todas las ciudades... Pero después... hubo
otras muchas muertes por rencores. La gente que había estado en el bando
derrotado eran insultados al pasar por la calle e incluso eran apaleados
por la multitud, hasta que más adelante se calmaron los ánimos.»
Los
matrimonios, divorcios y bautizos de la zona republicana quedaron
invalidados, y los primeros y últimos tuvieron que celebrarse de
nuevo. Fueron famosos los bautizos colectivos.
Los aspirantes a empleos públicos eran
depurados (investigados por si eran encontrados culpables de algo) y los
que no pasaban la prueba iban «unos a la cárcel, otros a la calle o a
trabajos malos: albañil, barrendero... Los republicanos estaban
discriminados.»
«Cuando
el ejército de Franco entraba en un pueblo, se instalaba en él un
cuerpo de información de la Guardia Civil, al que acudían los
nacionalistas del pueblo para acusar a los republicanos, a los cuales se
encarcelaba o fusilaba.»
«No existía libertad de expresión, no
se podían juntar más de tres personas para opinar pues inmediatamente
eran disipadas [sic] por la Guardia Civil. A la gente la obligaban a
hacerse de la Falange. También les obligaban a ir todos los domingos a
misa. En misa no se podía decir ni una sola palabra, todo el mundo estaba
en silencio.»
«Había mucha censura; no podíamos
hablar nada en contra del Régimen, porque te detenían —dice Paquita
Pérez Lozano.
«Llegaron
los requetés o falangistas y llamaron muy violentamente a la puerta
diciendo que abrieran; mi marido desde dentro respondió que esperaran un
momento, que se iba a vestir, pero ellos dijeron que no hacía falta, que
abriera la puerta conforme estuviera. Entonces mi marido se puso la camisa
por encima, abrió la puerta y les enseñó un aval. Por lo menos iban
cinco o seis. En el aval se decían que bajo ningún concepto detuvieran a
Rufino Sanz Cebrián porque estaba bajo las órdenes del comandante...,
que respondía por él. Pero ellos le hicieron terminar de vestirse porque
se lo llevaban; dijeron que ya se enterarían quien era ese pajarraco.
Pero cuando iban por el medio del patio [cambiaron de opinión y] le
permitieron quedarse; pero [le advirtieron que] no podía moverse de allí
hasta que comprobaran lo del comandante y el salvoconducto.»
Según un decreto de Franco, todo el que
hubiese luchado contra su ejército podía ser condenado a seis años y un
día de cárcel, si no tenía antecedentes; que, si los tenía, «la
condena podía aumentar considerablemente y llegar incluso al
fusilamiento.»
Una vez terminada la guerra, a
los republicanos les era casi imposible atravesar las fronteras, ya
que los controles nacionalistas eran severísimos. Eran muy pocos los que
conseguían salir, que la mayoría de los que lo intentaban eran detenidos
y fusilados, si tenían antecedentes, o condenados a cadena perpetua en
caso contrario.
Alfonso
Valero Segura, que nunca fue un activista político, fue sin embargo
encarcelado al terminar la guerra acusado de "adhesión a la
rebelión" porque durante la República había estado afiliado a un
sindicato. Estuvo condenado a muerte y en la celda que compartía con
otros condenados «cada día oían como el cerrojo de su puerta se
descorría, entraban los guardias y decían tres nombres, lo cual
significaba que eran los próximos a ser ejecutados. El número de
condenados se redujo hasta que él se quedó sólo con dos más en la
celda. La siguiente vez que oyeron descorrer el cerrojo sólo a él
nombraron. Lo llevaron por un camino diferente, hacia otra celda, y le
dijeron: "Te ha llegado el indulto".» Se le conmutó la pena
por treinta años de cárcel y fue liberado por buena conducta en 1949.
La guardia civil iba a buscar a los
soldados republicanos a sus casas, decían a sus familiares que se los
llevaban a dar un paseo, pero nadie volvía. «Los llevaban a
cualquier descampado o al cuartel y allí los fusilaban» o les pegaban un
tiro en la cabeza. En Aranda de Duero (Burgos) el paseo fue muy frecuente
y en la provincia de Cuenca muchos vivieron escondidos en las montañas.
En el 39, ya terminada la guerra, «surgió
en San Rafael (Segovia) una tragedia —explica J. B. A.— que dio
lugar a todo tipo de comentarios... Fue fruto de la ideología que
imperaba por encima de todos los sentimientos de las personas.»
«El incidente tuvo lugar en La Panera,
zona próxima a San Rafael donde la gente trabajaba en la madera... Pues
bien, llegó una pareja de guardias civiles que saludaron al grito de ¡Viva
España! Hubo gente que correspondió al saludo de los civiles, pero
dos trabajadores ocupados en su trabajo no saludaron; no por su diferente
ideal político, sino porque apenas pudieron verlos.
«Los guardias se enfadaron y comentaron
que al grito de ¡Arriba España! se saludaba dejando de hacer lo
que se estuviera haciendo.
«Con esto se llevaron a los dos
implicados contra un muro y allí fueron fusilados sin ningún tipo de
sentimiento.»
«En Arenillas (Soria) mandaban
los de derechas.
«A los rojos los mataban, fueran ricos
o pobres. Un chivatazo o un mal querer hacía que se los llevaran y los
mataran.
«Había muchas venganzas y muchos
asesinatos. Un soldado rojo mató a la mujer del alcalde por
venganza.»
En Navalperal de Pinares (Ávila)
los familiares de los jóvenes que trataron de resistir la evacuación a
Madrid «tienen sed de venganza y se ponen a denunciar a muchos habitantes
del pueblo.»
Un tío de T A S, que fue jefe
del comité de Guardias de Asalto, tuvo que huir a Venezuela.
José G. Aparicio no volvió a saber
nada de un hermano suyo que, al caer Madrid, huyó antes de que los
nacionales vinieran a buscarlo; también a él mismo sus familiares lo
dieron por muerto ya que tardó dos meses en regresar a su casa.
En Madrid
todos los combatientes republicanos tuvieron que presentarse en el viejo
campo de fútbol de Chamartín, de donde a los tres o cuatro días
sacaron a los oficiales. A U G lo llevaron a Alcalá de
Henares y, luego de retenerlo unos días en los pabellones nuevos del
manicomio, lo ingresaron con el resto de comisarios políticos en el Penal
Viejo en celdas muy pequeñas donde tenían que convivir cuatro personas
en condiciones muy penosas. Una noche de mucho calor se alarmaron de
pronto al oír ruido de explosiones y ver resplandores sobre las casas;
pensaron que la guerra se reanudaba, pero todo resultó ser las fiestas de
Alcalá. Después de tres meses en las celdas, fueron trasladados a los
dormitorios, «naves donde tenían medio metro para dormir cada uno.»
Enseguida comenzaron los juicios contra los comisarios, «que se
cerraban con penas de muerte.» A U G, del que sólo sabían
que había sido comisario y militante del Partido Comunista, no llegaron a
juzgarlo y dos años después, cuando se creó la comisión clasificadora,
lo condenaron a un año de trabajos forzados, pero se lo dieron por
cumplido. Sin embargo, poco antes de abandonar la cárcel y debido a un
error, estuvo a punto de ser fusilado con otros comisarios, que ya los
sacaban de las celdas.
Pocos días antes de terminar la guerra,
F. O. se vino andando de Alcalá a Madrid lo que lo libró de la
cárcel, pero tuvo que hacer el servicio militar durante tres años más
en el ejército de Franco. Junto a él, otros soldados republicanos,
padres de familia, tuvieron también que permanecer varios años en el
Ejército sin poder sostener a los suyos.
Pilar
Ochaíta perteneció al Partido Comunista durante la guerra, por lo
que luego tuvo que esconderse cuando Madrid cayó en poder de los
nacionales. Una antigua compañera de la Maternidad de Santa Cristina la
denunció cuando intentó trabajar en el Auxilio Social, pero el portero
de su finca, cargo importante entre los boinas rojas, la libró de la
cárcel agradecido por los alimentos que ella le había pasado durante la
guerra. Como no le reconocieron el título de Matrona obtenido durante la
guerra, tuvo que dedicarse a tejer jerseys a dos pesetas la pieza. Su
madre tenía que buscar restos de comida por las calles, que con el
racionamiento no les llegaba y además tenía que socorrer a una prima
cuyo marido estaba en la cárcel.
Terminada la guerra, el marido de
N F B fue llevado preso a la plaza de toros de Carabanchel
acusado de haber dado muerte a un cura, pero no le pudieron demostrar
nada, que sólo había tenido una disputa con él, «así que al no
encontrar pruebas lo soltaron.»
«Al acabar la guerra quedaron muchos
rencores y muchos denunciaban a otros diciendo que eran rojos para que los
apresaran.
«Los juicios debieron tener mucho que
desear, pues había personas, como mi bisabuelo, que se encontraron en la
cárcel con pena de muerte. Se lo llevaron al Valle de los Caídos y como
él trabajaba muy bien el hierro, fue uno de los que estuvieron haciendo
el encofrado de la cripta. Por los trabajos realizados le conmutaron la
condena a cadena perpetua y por último a siete años y un día. Al final
ya le daban un sueldo por los trabajos y le dejaban salir cuando iban su
mujer y sus hijos a verle.»
«Yo
luché con los republicanos —dice Juan— y cuando terminó la
guerra no quise irme a Francia porque mi país era éste. Me detuvieron,
me interrogaron y me metieron un mes en la cárcel. Cuando le dije al
coronel aquel que yo había estado en el Ebro, dijo: "¿Y a este
hombre lo vamos a encerrar? ¡A éste había que ponerle una medalla,
coño!" Luego me fui a vivir a un pueblo de Teruel y allí todo el
mundo (hasta el cura que jugaba conmigo a las cartas) sabía que yo era
comunista y nadie se metió conmigo. Tenías que ser un revoltoso para que
te metieran mano. Y fíjate lo que te digo: Después de una guerra así, o
mano dura, o esto es una matanza. En Madrid se prohibió el carnaval ante
los asesinatos cometidos en el anonimato.»
Cuando F. B. «volvió a su
pueblo, Belvís de la Jara (Toledo), lo retuvieron veintiún días por ser
socialista. Estuvo detenido en las escuelas... Tras los veintiún días de
arresto, [lo soltaron y] dos o tres días después lo volvieron a llamar
para tomarle declaración de algunos sucesos acaecidos en el pueblo.
También llamaron al sacristán, al cual pasearon por el pueblo y luego
mataron. Tras su muerte mataron a otros muchos, ya que fueron a su
procesión [¿entierro?].» F. Bodas no fue, pero las autoridades
«intentaron enredarlo haciéndole firmar un papel que significaba la pena
de muerte, la cual sin saberlo habían firmado muchos obligadamente.
Muchos, por miedo, firmaron que habían ido a esa procesión sin haber ido
y por ello los mataron.» F. Bodas se libró en parte porque pidieron
informes de él a unos presos y, como su testimonio fuese favorable, lo
soltaron; pero aquellos presos fueron fusilados en Talavera. Bodas pidió
entonces que lo matasen, «pero las autoridades no podían hacer eso.»
En Belvís de la Jara mataron a más de
treinta personas. Allí se hicieron campos de concentración para retener
a los militares y mataron «a los que se habían destacado en alguna
acción.»
Cuando por fin lo dejaron en libertad
tuvo que irse a la Vera en busca de trabajo porque en Belvís, como era
socialista, no lo conseguía.
Los familiares de los rojos tampoco
estaban libres de persecución; así, al hermano del comisario político
de una compañía, que huyó a Francia en su coche oficial, porque se le
acusaba de haber matado a mucha gente en un pueblo cercano a Torrenueva
(Ciudad Real), y no volvió hasta pasados treinta y dos años, lo metieron
en la cárcel durante tres años por una bagatela, «pero en realidad
porque no habían podido encontrar a su hermano.» Aún hoy este hombre
tiene miedo de recordarlo.
Nada más terminar la guerra «había
un pánico generalizado.» Cristino Muro fue detenido en Albacete,
cuando volvía a Ciudad Real, hasta que pudo identificarse y justificar su
viaje; pero a un compañero suyo que no llevaba carné «los azules le
dieron el paseo por ser del bando republicano.»
Un hermano de Carmen Gutiérrez luchó
en el bando republicano en una unidad llamada Batallón de los Tigres
de Acero y cuando al terminar la guerra volvió a su ciudad,
Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), fue detenido, acusado de
propagandista revolucionario y condenado a doce años y un día (que en la
práctica se podía alargar); pero salió a los tres años gracias a la
influencia del amo para quien su hermana servía de cocinera. Trabajó en
el valle de los Caídos como albañil.
Hubo en Villanueva de los Infantes
continuos enfrentamientos entre familias por cuestiones políticas, que
desembocaron luego en muchos chivatazos a las autoridades
franquistas sobre la gente de izquierdas, quienes eran apresados,
encarcelados y fusilados luego.
Villamayor de Calatrava (Ciudad Real)
tenía consideración de rojo y la Guardia Civil, «ayudada por los
chivatos», se encargó de su depuración. «La labor de los chivatos era
igual que en todos los pueblos: denunciaban a los republicanos aunque no
lo fueran.» Hecha la denuncia, la Guardia Civil detenía al denunciado,
le saqueaban la casa y se llevaban todo lo de valor que hubiese en ella
(jamones, vajillas, libros, sortijas, pulseras, sábanas sin estrenar,
etc.); luego lo conducían al cuartelillo donde le daban una paliza
«ayudados por las mujeres de los nacionalistas», conocidas como las
ricachonas (los chivatos eran siempre los ricos y gozaban del favor de
la Guardia Civil), que al parecer «tenían derecho a pegar a los presos
cuanto quisieran.» Finalmente lo enviaban a la cárcel de Almodóvar del
Campo, llamada La Fábrica, donde los hacían trabajar como
bestias.
Otros, sin embargo, corrieron peor
suerte; así, el porquero fue apresado y fusilado porque le robaron el
cerdo de una ricachona, la cual lo denunció luego a la Guardia
Civil. Que las derechas mataron a más de veinte cabezas de familias por
cada uno que habían matado los republicanos.
Las
familias de los detenidos tenían que buscarse la vida porque ni
siquiera les permitían comprar en las tiendas del pueblo. J. C. B.
tuvo que ponerse a cuidar ovejas en 1940, a los ocho años de
edad, cuando su padre fue enviado a La Fábrica, sólo por la
comida, si caía, que a veces tenía que contentarse con lo que encontraba
por el campo.
En La Fábrica no se podía
visitar a los presos, aunque sí en la cárcel de Ciudad Real, adonde fue
trasladado el padre de Jacinto. Allí fueron a visitarlo su mujer y sus
hijos. Se escaparon del pueblo, que tenían prohibido abandonarlo, y, para
que la Guardia Civil no repara en ello, la madre obligó a todos los hijos
a caminar descalzos hasta el tren de modo que el polvo del camino no los
delatase luego. Pero no le pudieron entregar la poca comida que le
llevaron porque estaba prohibido entregar nada a los presos.
Tampoco podían visitar a los presos
quienes no fueran familiares en primer grado; así, a Martina Ortega
Rodríguez, que era una niña, tuvieron que hacerla pasar por hija de su
tío para que pudiera verlo y entregarle veinte duros a escondidas. Otra
vez quiso despedirse con un beso de otro de sus tíos y, como se lo
impidiesen los guardias, protestó su abuelo, que fue inmediatamente
apresado y fusilado a los pocos días.
Los presos de La Fábrica
planearon una fuga, pero alguien dio el chivatazo y la noche señalada los
mataron según iban saliendo. No obstante, algunos consiguieron escapar y
esconderse en el monte del Tesoro. Uno de los huidos era de Villamayor de
Calatrava y a veces bajaba a su casa, «pero en una de ellas embarazó a
su mujer y a la siguiente vez que bajó lo estaban esperando y, según
entraba por la puerta de atrás de la casa, lo mataron.
Al acabar la guerra, después de tres
años de bombardeos, Cartagena se vio sometida a un «espantoso terror.»
En Rute (Córdoba) el teniente de la
Guardia Civil cogía a la gente y les afeitaba la cabeza, y a las mujeres,
además, les ponía un letrero por delante y por detrás.
Cuando, tras un bombardeo naval, los
nacionales entraron en Málaga (8 de febrero de 1937) «se aprovechó la
confusión para saldar deudas y matar a los que estorbaban.»
Terminada la guerra, la
familia Romero regresó a Cabeza del Buey (Badajoz) desde Torralba de
Calatrava (Ciudad Real) y, como encontrasen su casa ocupada por las tropas
nacionales, el padre se dirigió al ayuntamiento a indagar y fue
arrestado. Encarna Romero esperó en la plaza a su padre hasta que,
extrañada por su tardanza, se acercó al ayuntamiento a buscarlo y le
informaron de su detención. Entonces tuvo que alojarse en casa de una
vecina.
Gracias a las buenas amistades que la
familia tenía en el pueblo, Encarna supo, por mediación de una condesa
que conocía a un capitán médico, que la iban a arrestar. Pero la
condesa intercedió por ella y, no sólo no la arrestaron, sino que
libertaron a su padre en menos de un mes.
La familia se encontró de nuevo en
Torralba de Calatrava y de allí pasaron a Almagro invitados por unos
parientes que tenían una bodega y les ofrecieron trabajo y alojamiento.
Pero a los dos meses el padre de Encarna tuvo una embolia cerebral y
falleció.
2. La guerrilla
«Al acabar la guerra muchos huyeron a
las sierras y montañas para que no los matasen; eran los llamados maquis.
Este fenómeno se dio sobre todo en Toledo, Asturias y Extremadura.»
Al terminar la guerra muchos rojos,
por miedo a la represión, se escondieron en los montes. León fue una de
las provincias donde este fenómeno fue más frecuente por lo abrupto de
sus montañas. La Guardia Civil los buscaba y, aún diez años después de
concluida la guerra, los niños huían a esconderse a su casa cuando
veían a los guardias, a pesar de que nadie les había hablado de la
guerra, pero «el miedo se mascaba en el ambiente.»
El 12 de noviembre de 1939 los maquis
hicieron descarrilar un tren en el túnel del Lazo entre Bembibre y Torre
del Bierzo (León), por lo que un destacamento del ejército quedó en
Bembibre y batió la Cabrera y la zona minera de Iguena.
Terminada la guerra Ángel Serrano aún
tuvo que hacer el servicio militar persiguiendo por los montes de León a
los republicanos que habían levantado guerrilla, con tan mala fortuna que
un día de julio de 1940 le estalló una granada que se le había
desprendido del correaje y le produjo heridas en la mano derecha y la
pérdida del ojo izquierdo. Franco le concedió luego la Medalla de
Campaña y la Cruz Roja del Mérito Militar.
En la provincia de Guadalajara hubo
algunos que de vez en cuando aparecían por los caseríos y se llevaban
provisiones, dinero y todo lo que podían. «Lo mejor era no
encontrárselos, porque, si los veías y no dabas parte a la Guardia
Civil, te encarcelaban por colaborador y, si dabas parte, te podías
preparar como se enteraran los maquis.»
Terminada la guerra José Horcajo
Gutiérrez volvió a la Puebla de don Rodrigo, su pueblo natal, en la
provincia de Ciudad Real, cerca del límite con Badajoz, que está una
zona muy abrupta y agreste por donde pasa el Guadiana. Hubo en aquella
zona muchos rojos que huyeron al monte para salvarse de la represión
franquista, porque no querían exiliarse, a los que en el pueblo llamaron los
de la sierra. Se alimentaban de la caza que conseguían (conejos,
ciervos, jabalíes) y de los peces del río; «pero también se dedicaban
a robar a los pastores.» A José Horcajo le salieron varias veces al paso
cuando iba de caza y le quitaron las escopetas. No se acercaban al pueblo
porque los civiles los mataban, que la Guardia Civil rastreaba
todas las montañas y valles de la zona; cogieron a algunos y los mataron,
pero otros consiguieron escapar. Los que pudieron sobrevivir estuvieron en
el monte hasta que murió Franco; luego, por fin volvieron a sus pueblos.
3. El exilio
«Para cientos de miles de españoles
—dice J. R. A.— llegó la amargura del exilio. Todos los
que conocimos la tristeza, el miedo, sabemos bien de la tragedia de estos
hombres y mujeres a los que no les quedaba ya ni la esperanza.»
El hombre de Madrid huyó a Francia
donde permaneció seis meses. «El comienzo de su estancia fue penoso, ya
que los ocho primeros días no pudieron ni vender el oro que habían
robado a su paso por Figueras, y durmieron en la playa sin techo ni
cobijo.»
Terminada la guerra, el burgalés se
exilió en Francia. «Los exiliados no
tuvieron buena acogida por parte de los franceses. Existía un gran
racismo y consideraban a los españoles inferiores a ellos, por lo que en
lugar de darles la oportunidad de insertarse en la sociedad francesa, los
marginaban para que de esta manera todos juntos se agruparan en los
barrios más pobres de Francia, con el fin de evitar que establecieran
contacto con los franceses.»
En Francia también pasó mucha hambre y
en cuanto pudo, a los seis meses, regresó a Madrid. Tuvo suerte y las
autoridades fascistas no le molestaron, por lo que pudo volver a su
oficio de fontanero; pero pasó mucha hambre. En Madrid los únicos que se
hicieron ricos con aquella situación fueron los chatarreros.
4. La
situación económica
«Cuando terminó la guerra con la
victoria de los nacionalistas, España pasó hambre hasta bien entrada la
década de los cincuenta.» (Lorenza Díaz)
«En la postguerra había mucha hambre,
no había comida, se comían las cáscaras de plátanos... Unos eran
detenidos, otros eran fusilados.»
«Si hay algo que fue duro después, fue
el hambre... Trabajamos mucho. En menos de cuatro años la mayor parte de
los destrozos se habían reparado. Pero no te creas que fue a fuerza de
dinero, que la mayoría trabajábamos sin cobrar, sólo por la comida, y
yo fui peón voluntario. Habíamos caído muy abajo y había que levantar
España.»
«Al concluir la guerra España
quedó totalmente destruida —dice José R. Aparicio—. Además,
seguían existiendo las llamadas zonas rojas y zonas nacionales donde la
vida era bastante más fácil.» Todo siguió igual o peor que durante la
guerra.
Todos coinciden en que los primeros
años de la posguerra fueron incluso peores que la misma guerra.
La ropa se hacía a mano en el seno de
cada familia; «desde las medias y calcetines de lana hasta la ropa
interior, pasando por los jerseys de punto y los pantalones. Era usual que
cuando una prenda se dejaba por vieja, de las partes sanas se hacían
nuevas prendas para los más pequeños de cada familia.»
Ante la escasez de lentejas y otras
verduras, se echaban algarrobas en vinagre para que no criaran gorgojos y
se comían como lentejas.
Los fumadores, aparte de recoger
colillas, secaban hojas de patatas que luego fumaban.
La cebada tostada se empleaba como
sucedáneo de café.
«Después
de la guerra la nación quedó empobrecida. No había pan y el Estado
te quitaba la mayor parte de lo que trabajabas... Si trabajabas
tenías que dar el cupo a la Fiscalía.» La escasez de alimentos trajo el
racionamiento, y el racionamiento trajo el estraperlo. Así, en la
provincia de Cuenca, los labradores molían por la noche y ocultaban dos o
tres costales en el monte. «Era la única forma de no morirse de
hambre», que con lo que se conseguía con las cartillas de racionamiento
(en Rute 15 kilos al mes por familia) no era suficiente. Por eso en los
pueblos se comía mejor que en las ciudades. Los guardeses de las grandes
fincas de Extremadura, por ejemplo, no carecían de nada. Sin embargo,
había pueblos en que a los que habían sido rojos no les daban trabajo,
con lo que tampoco tenían derecho a la cartilla de racionamiento, y
tenían que ir al campo a coger algarrobas para venderlas.
«Si por algo se caracteriza la
postguerra, es por el hambre y la miseria que hubo. Fíjese si había
miseria que cuando alguien tiraba a la basura unos pantalones rotos,
éstos eran recogidos por cualquier vecino para con ellos remendarse los
suyos propios.»
Entre provincias se estableció una
especie de aduanas llamadas fielatos para controlar el paso de alimentos.
J. D. F. «no pasó ningún
apuro porque, aparte de que su padre era de derechas, tenían tierras y
los altos cargos les dejaban en paz.»
En Madrid había mucho dinero falso... y
sólo los fascistas sabían cuál era el que se podía utilizar. Al
terminar la guerra los de la zona roja se encontraron con que su dinero no
valía para nada, ya que el nacional era el único que se aceptaba.»
Las
cartillas de racionamiento
Los fascistas ocuparon Madrid el 28 de
marzo de 1939 y hasta el 8 de abril no entraron en la capital trenes con
alimentos. «Sólo los soldados tenían víveres —recuerda Pedro G.
González— y muchos ciudadanos se vieron obligados a cambiar monedas o
joyas de oro por un chusco de pan negro, otros acudían a los cuarteles a
pedir las sobras y muchas mujeres tuvieron que prostituirse por un poco de
alimento.»
Poco después de la llegada de los
primeros trenes de aprovisionamiento a Madrid, el Auxilio Social empezó a
repartir raciones hasta que a mediados de abril el gobierno autorizó la
venta libre de alimentos. Un mes después se impuso la cartilla de
racionamiento y se creó la Comisaría General de Abastecimientos y
Transportes (Comisaría de Abastos en el lenguaje popular) que se
encargó de repartir los artículos.
Había dos tipos de cartillas:
una para la carne y otra para lo demás. Cada persona tenía derecho a la
semana a 125 gramos de carne, 1/4 litro de aceite, 250 gramos de pan
negro, 100 gramos de arroz, 100 gramos de lentejas rancias con bichos la
mayoría de las veces, un trozo de jabón y otros artículos de primera
necesidad entre los que se incluía el tabaco. A los niños se les daba
además harina y leche y a los que habían pertenecido al ejército
franquista se les añadía 250 gramos de pan.
«Muchas personas, entre ellas mi
abuela, borraban los sellos que ponían como señal de haber sido
entregados los alimentos con miga de pan y mandaban a las niñas más
pequeñas otra vez a la cola a por más comida.»
El racionamiento duró hasta 1953 y,
unido a la imposición de precios bajos, provocó la aparición del
mercado negro y una situación en la que sólo los que tenían riquezas e
influencias podían vivir adecuadamente. No obstante, con el
establecimiento del mercado libre de alimentos los precios eran tan altos
«que una familia normal sólo podía proporcionarse los alimentos
básicos (un kilo de jamón costaba 18 pesetas).»
«Las cartillas son de 1ª, 2ª o 3ª
categoría. Los productos que se entregaban eran básicamente:
garbanzos, boniatos, bacalao, aceite, azúcar y tocino; de cuando en
cuando se encontraban maravillas como café, chocolate, membrillo o
jabón. Rara vez se repartía carne, leche o huevos, que sólo se
encontraban en el mercado negro. El pan, que era negro, porque el blanco
era un artículo de lujo, quedó reducido a 150 ó 200 gramos por
cartilla. Se tenía que contar con el permiso de las autoridades para
hacer la matanza. Muchas veces en las casas se hacía el pan por la noche
para evitar a los agentes de la Fiscalía, pero al día siguiente lo
encontraban por el olor y decomisaban el pan. A veces la gente
desenterraba los animales muertos y se los comía.
Las cartillas de racionamiento
establecían una ración de 150 gramos de pan por persona, pero «los
militares, guardias y curas...» tenían derecho a 350 gramos.
Los delegados de Abastos «eran los
encargados de requisar los alimentos en todos los lugares, dejando a los
habitantes [de los pueblos] un mínimo de alimentos para poder vivir,
aunque pasaron mucha hambre.» En Pinilla de Jadraque los campesinos
ocultaban el trigo para no morirse de hambre.
El nuevo Estado precintó todos los
molinos en Tramacastilla de Albarracín, pero los paisanos durante la
noche, con riesgo de la Guardia Civil, llevaban el trigo a moler a los
molinos del monte, que eran de «tan difícil acceso que solamente podía
llegarse a ellos mediante caminos de herradura», o a otros de tan
insignificante caudal de agua que no habían sido precintados.
Algunos vecinos de Belvís de la Jara
(Toledo) se iban a moler el trigo a la Nava o al Martinete porque la
Guardia Civil los perseguía. F. Bodas molía por la noche el trigo con
conseguía a cambio de aceite obtenido «echando agua hirviendo en un saco
de aceitunas y estrujándolo a la vez.»
En las ciudades se racionaba todo tipo
de alimentos, pero en los pueblos sólo el arroz, el aceite y el azúcar.
El
estraperlo
La escasez de alimentos y de artículos
de primera necesidad provocó el contrabando, el estraperlo y la
especulación; «los hermanos de mi abuelo eran contrabandistas de tabaco
y de algunos alimentos en Bilbao»; así, «mientras había unos pocos que
eran los que poseían el dinero, el resto debía someterse a su voluntad;
de ahí el crecimiento que durante esta época y en años posteriores tuvo
el caciquismo, sobre todo en las zonas rurales.»
«En esta época de tantas injusticias y
calamidades la gente solía decir refranes como éste: Cuando Negrín,
billetes de mil; con Franco, ni cerillas en los estancos.
«La guerra nos dejó empobrecidos y
España quedó aislada por las demás naciones, a causa de lo cual llegó
la hambruna. Poco había y lo poco sólo se podía adquirir en el mercado
negro, que llamaban estraperlo. El aceite de oliva lo vendían los
estraperlistas por cucharadas, el pan era de difícil digestión, a pesar
de que todo se hacía comestible. La gente se iba al campo y buscaban
cardillos, acederas y toda clase de hierbas comestibles que ayudasen a
resistir el hambre.»
Cuando los soldados nacionales,
terminada la guerra, llegaban a la estación de Madrid la gente los
acosaba pidiéndoles comida. Había carne, pero a precios imposibles. El
pan era la comida fundamental, aunque era pan negro hecho de maíz o de
cebada, que trigo no había. También se comía arroz y patatas fritas
«hechas de pan», y cáscaras de naranja. Sin embargo el vino no
escaseaba.
En una ocasión Lorenza Díaz fue a ver
a su novio a Madrid y en su pueblo de Ávila los amigos le dieron una
maleta llena de harina, azúcar y otros productos para que pudiese «vivir
en Madrid, sin morirse de hambre», pero en la estación estuvieron a
punto de requisarle las provisiones y denunciarla por estraperlista;
sólo la salvó de aquel trance comprometido la oportuna llegada de su
novio que ya entonces era policía nacional.
El estraperlo se practicaba en lugares
específicos como la plaza de la Cebada en Madrid adonde acudía la gente
del campo y hacía tortillas que vendía a precios altísimos. Se
estraperlaba principalmente con aceite y patatas. Y harina de almortas,
que era igual que el puré de San Antonio. Las mujeres estraperlistas se
instalaban a la entrada del mercado y ocultaban los productos bajo las
ropas.
En los trenes se solía registrar las
maletas en busca de estraperlo, pero a Ángel Serrano no se la miraban
porque era mutilado.
«En la posguerra los de Abastos
quitaban el trigo y ovejas para repartirlo ya que la nación estaba
arruinada. Daban pan de centeno racionado... A Eduarda le pusieron una
multa de mil pesetas porque le pidieron una cantidad de trigo que no
tenía y no la pudo dar.
«La gente de Arenillas (Soria) para
conseguir aceite cambiaba a las mujeres que llegaban de Madrid alubias,
garbanzos, harina y otros productos, que no se conseguían en la ciudad,
por aceite» que los que venían habían conseguido de estraperlo.
De vuelta a Madrid, para eludir los
controles en la estación, se bajaban del tren en marcha o se cosían la
mercancía alrededor de la cintura debajo de batas anchas. También
metían el producto en botijos.
«La gente tenía que esconder los
alimentos porque, si no, se los quitaban. Los comerciantes también
tenían que esconder sus telas.»
Tampoco había tejidos y los vestidos se
hacían de sábanas o cortinas; otros hilaban y tejían la lana de las
ovejas.
«Como se pasaba mucha hambre, había
usureros que prestaban dinero y les tenían que devolver el doble de lo
prestado.
«Las mujeres se dedicaban a lavar y a
hilar la lana, a escardar, a limpiar los ... para ganar cuatro perras.
«Era necesario tener una mula porque
era el medio de transporte para vender y comprar, ya que antes la gente
viajaba mucho de un pueblo a otro.
«En el pueblo, como siempre, había
distintas clases sociales:
- «Pastores, muleros, vaqueros,
cabreros, que eran los más pobres y servían a los demás.
- «Los pequeños campesinos y
comerciantes, que trabajaban en su propio negocio.
- «La gente más rica del pueblo que
tenía gente a su servicio.»
Lo peor de la postguerra fue el hambre. En
Santa Bárbara de las Casas se iba a Portugal al contrabando para vender
luego de estraperlo (los huevos subieron de 5 a 200 ptas./docena, el arroz
de 3 a 30 ptas./kg., el pan 25 ptas. kg.).
Las falsas embarazadas escondían
la mercancía que se estraperlaba.
El hambre en
la ciudad y en el campo
El hambre en las ciudades fue ocasión
para que mucha gente volviera a los pueblos para emplearse en cualquier
cosa a cambio de comida y de habitación.
Cuenta Esteban Recio que al término de
la guerra se dio un plazo de dos años para la reconstrucción de las
casas; si no se reconstruían en ese plazo, se las incautaba el Estado o
era demolidas. «Por entonces se comían algarrobas... la gente no tenía
nada, ni casa, ni dinero.»
Al término de la guerra Madrid pasó en
seis meses de un millón a un millón y medio de habitantes. Se crearon
muchos puestos de trabajo (Tabacalera y Gas Madrid produjeron
muchísimos), pero muy mal pagados. «Por ejemplo, el de camarero, con un
horario de 8.30 de la mañana a 2.30 de la tarde y de 6.00 de la tarde a
11.00 de la noche, cobraba de cuatrocientas a quinientas pesetas. En esos
tiempos una casa valía 3000 pesetas.»
Madrid
tenía buenas huertas, que aún estaba sin urbanizar, donde se
producían las mejores lechugas de España. Y la gente bajaba a lavar y a
bañarse al Manzanares. Había tranvías que hacían el trayecto de Sol a
Cuatro Caminos por diez céntimos. El Metro costaba veinte
céntimos y tenía tres líneas que partían de Sol a Ventas, a Cuatro
Caminos y a Vallecas.
«Al acabar la guerra se pagan las
deudas y se entrega el dinero, el hambre se incrementa... Franco da la
orden de que todas las familias tenían que volver a la población en que
se encontraran al comenzar la guerra. La familia [de T A S] vuelve
a Madrid y el padre [ferroviario] dice que ahorrando podrán volver a
levantar la casa.»
Muerto el padre, la familia Romero
decide trasladarse a Madrid donde los dos hermanos mayores están presos.
Uno sale al cabo de un mes y otro al año. La familia se aloja con una
hermana casada en una gran casa, que había sido de una condesa, de la
Costanilla de San Pedro; pero a los tres años, al irse la hermana casada,
tienen que abandonarla porque les resulta muy cara y van a alojarse a la
calle del Oso, cerca de la plaza de la Cebada.
Encarna Romero confiesa que la posguerra
se le hizo durísima por el hambre; que la guerra le fue más fácil
porque «en la Mancha no se conocía la guerra y había mucha comida.» En
Madrid casi no comían más que boniatos con anises, porque no había
azúcar, y puré de San Antonio.
Reincorporado a filas en el 41, Adrián
Martín Solano obtuvo permiso para trabajar fuera del cuartel porque con
lo que le daban apenas tenía para subsistir, que le daban «un panecillo
con una cruz en medio que servía para cuatro raciones.» Trabajó en
Leganés en la Compañía de Regiones Devastadas. Los albañiles ganaban
9,5 pesetas; los maestros albañiles 16 pesetas. Un bocadillo de sardinas
de estraperlo costaba tres pesetas.
Los más miserables iban a la plaza de
Legazpi por los deshechos del mercado de abastos, lo que se llamaba ir
a la busca. Aquella busca salvó a mucha gente de morir de
hambre.
El Auxilio
Social se encargaba de traer comida gratis para los obreros de Madrid.
Llegaban camiones llenos de pan y de comida y lo regalaban a la gente.
El Auxilio Social instaló en
Madrid cocinas ambulantes para distribuir comidas y aliviar el hambre que
se padecía en la capital. Luego las Cartillas de Racionamiento
permitieron conseguir algunos víveres, «que sólo llegaban al
desayuno», tras aguantar largas colas.
El trabajo era escaso y estaba reservado
a mutilados, excombatientes franquistas, falangistas y demás gente del
régimen.
«Sólo vivían bien los que llevaban el
mando.»
«A pesar de todo lo que se estaba
viviendo, los jóvenes no perdían su alegría. La única forma de
diversión que tenían eran las fiestas que se organizaban en los
distintos pueblos de la zona [Galicia y Asturias]. Como la mayoría de las
ocasiones no había orquesta, y todos se conocían, unos cantaban mientras
que los otros bailaban.»
No obstante la escasez general, en los
pueblos de Soria con el ganado, las tierras y los huertos se podía vivir,
aunque venían gente incluso de muy lejos a espigar durante la siega.
En los pueblos de Burgos se empezaba a
trabajar a los ocho o diez años porque había que llevar dinero a la
casa. Los chicos se empleaban como pastores o trabajaban en el campo y las
chicas trabajaban en casa o se iban a servir a Madrid. A veces las chicas
que servían tenían que ceder a los caprichos del señorito si no
querían verse en la calle solas y desamparadas, pero semejante abuso no
se consideraba violación. Y todo por cien duros al año más comida y
alojamiento.
La
postguerra fue una época de «mucho miedo y poco pan», porque, a
pesar de trabajar muchas horas, J. C. y su familia pasaron mucha
hambre en Villavieja de Yeltes (Salamanca), que «la comida era un bien
escaso y había que racionarla muchísimo.»
«Lo que más me dolía —dice Teodora
Sánchez, de Diego Álvaro (Ávila)— no era mi hambre, sino el hambre
que pasaban mis hermanos pequeños.» Se racionaba el pan de centeno, «de
color oscuro y casi siempre duro», y el azúcar.
Entonces fue cuando se notaron las
diferencias de clases —dice José Gil—, «los que tenían dinero
podían comprar y los que no, pasaban hambre... En los pueblos, sin
embargo, la situación era distinta. Los alimentos estaban racionados,
pero tenían trigo... y las mujeres amasaban en casa y cocían el pan en
el horno del pueblo. También se podía criar un cerdo o dos... Lo único
que estaba más escaso era el aceite, como no se criaba en la región
[Guadalajara].»
Escaseaba todo tipo de pastas y «era
famosa la figura de un hombre que iba por los pueblos haciendo fideos con
masa que le preparaban las mujeres. También escaseaba el azúcar y para
endulzar empleaban remolacha y sacarina, aunque ésta era malísima.
Durante uno o dos años hubo quien se
enriqueció con el estraperlo. Cambiaban a los ferroviarios harina por
aceite y luego lo vendían a muy altos precios. «En muchas ocasiones los
agentes de la Fiscalía de Tasas hacían la vista gorda porque a ellos
también les interesaba que hubiera este mercado negro.
En Renales el agente de la Fiscalía
multaba al molinero, como sabía que molía para el uso y para el
estraperlo, y le precintaba la piedra; pero, como si fuera un olvido,
dejaba otro precinto, con lo que el molinero en cuatro días podía
recuperarse de la multa.
«El hombre trabajaba en el campo y se
ocupaba generalmente del ganado... la mujer hacía todos los trabajos de
la casa, se encargaba de los cerdos y las gallinas y ayudaba a los hombres
en algunas tareas como escardar o trillar la parva. En las épocas de
cosecha toda la familia colaboraba.»
Todos los domingos del año había
baile. Los mozos pagaban una cuota al año y alquilaban un manubrio
para no depender del humor de alguno que supiera tocar algún instrumento,
que siempre lo había. Pero en las fiestas contrataban una orquesta y el
baile duraba más. A veces llegaba algún espectáculo de títeres o
comedias que servía de pretexto a mozos y mozas para estar juntos.
En
Alpedroches (Guadalajara) «el peso de la guerra apenas se dejó sentir.
En una humilde y pequeña aldea entre las montañas los únicos signos del
conflicto eran el paso de alguna tropa de moros o de alguna escuadra
camino del frente.
«Fue en la posguerra cuando todos
sintieron en mayor o menor grado las consecuencias de la instauración del
nuevo poder. Es entonces cuando CG encuentra dificultades
para encontrar un trabajo digno. Para acceder al mismo es necesario la
presentación al Ayuntamiento de informes de familiares y vecinos del
pueblo que atestigüen que se trata de una persona de confianza. Pero
Ciriaco no conseguía nunca informes favorables.»
En Méntrida cada uno comía de lo suyo
y lo que faltaba como pan, aceite, legumbres, tabaco, se compraba de
estraperlo, que la Guardia Civil hacía la vista gorda a cambio de alguna
participación en el beneficio.
«No había grandes diferencias
sociales... los que habían sido pobres antes de la guerra seguían
siéndolo en la postguerra, excepto los que se habían enriquecido con el
estraperlo.»
El baile y el cine eran las diversiones
más comunes.
En Toledo había gente que pedía
aceitunas por las casas.
La suciedad era grande porque no había
jabón, con lo que había mucha sarna y piojos.
Muchos labradores de Bargas, Petra
Gutiérrez y S R M entre ellos, iban a Madrid a vender «aceite,
garbanzos y otras legumbres. Iban casa por casa y... las mujeres los
esperaban con ansiedad.» Pero a veces, cuando llegaban a la estación de
Atocha, la Guardia Civil les requisaba la mercancía y «tenían que
volver con las manos vacías.»
En Villanueva de los Infantes
(Ciudad Real) «la gente que poseía más dinero era la gente de derechas
y eran los que mandaban en el pueblo». Carmen Gutiérrez lo pasó
entonces muy mal, que a su padre lo habían echado del trabajo por ser
socialista, hasta que con su hermana pudo colocarse de cocinera en «una
casa de derechas». Allí pudieron comer, pero no les dejaban sacar comida
para su padre y tenían que hacerlo a escondidas.
A Baltasar Montenegro le obligaron a
afiliarse a la Falange.
«Cuando
acabó la guerra, los campos estaban llenos de langostas, lo que provocó
mucha hambre. La gente moría de hambre. En la plaza de Madridejos
la gente caía muerta de hambre y se decía de ellos que habían muerto
por el piojo verde. Había tanta hambre que una vez, estando mi
abuela cosiendo, vio por la ventana cómo un hombre se comía las cortezas
de patatas que había tiradas en la calle.
«Cuando mataban a un burro en la
carnicería del pueblo, la gente hacía unas colas larguísimas y la gente
que estaba en ellas esperando se llenaba de piojos.»
Sólo había pan de cebada y de maíz
«que te ahogaba.»
El dinero hubo que entregarlo, aunque
daba igual porque todo el dinero republicano fue invalidado.
El padre de Manuel Prieto, que vivía en
Valdepeñas, tenía ahorradas cuarenta y seis mil pesetas, «que por aquel
tiempo eran una fortuna»; pero, como era dinero republicano, los
franquistas sólo le dieron al cambio cincuenta pesetas, con lo que,
aunque era labrador independiente, se tuvo que poner a trabajar por cuenta
ajena para salir adelante. Manuel tenía que ir a Torrenueva a comprar pan
de estraperlo.
Los
primeros cinco años de la posguerra fueron horribles en Villamayor de
Calatrava (Ciudad Real); había mucha hambre y nada que comer. La poca
harina que se conseguía había que entregarla a la tahona (controlada por
Abastos), «pero a los pobres les daban pan moyuelo, que tenía
raspas como palillos, y a los ricos les daban pan de flor.» Sólo
en el año 48 permitieron abrir otro horno en el que cada cual se cocía
su pan.
Con el pan moyuelo se comía
gachas de algarrobas que tenían bichos que, como nadaban el agua, se
podían quitar con una espumadera. A veces las gachas eran de harina de
cebada y a veces no había qué comer.
En el campo se trabajaba de sol a sol,
en verano de seis de la mañana a diez de la noche, se dormía sobre la
mies y no había más comida que migas o garbanzos. Así, J. C. B.
y Martina Ortega, que conservan un recuerdo muy amargo de su infancia y
juventud en el pueblo, emigraron a Madrid en cuanto pudieron, a mitad de
la década de los cincuenta.
Al licenciarse el legionario JS volvió a su pueblo de Cáceres y se empleó de capataz en
la dehesa Belén; pero el salario era escaso y al año emigró a Madrid,
donde dada su condición de mutilado de guerra le fue fácil emplearse
como vigilante nocturno, con un jornal de ocho pesetas, en la factoría
Bressel, que fabricaba espoletas para granadas de artillería y otra
maquinaria.
«Al poco tiempo mi abuelo volvió a trabajar en el mismo cortijo [de Granada] en el que lo
hacía mi abuela y a los dos años se casaron.
«Al casarse ambos se fueron a un
cortijo como guardas, donde ya tuvieron una hija, y, como el salario era
muy bajo, se fueron al pueblo, a Loja, donde hizo una instancia para
trabajar en la RENFE; no es que ganase mucho, pero ya era un sueldo algo
más fijo y lo consiguió gracias a que su hermano trabajaba también como
ferroviario y a que su mismo padre también lo había sido.
«A los dos años nació mi padre y la
economía ya estaba más estable, aunque no daba para gastos superfluos,
tan sólo daba para comer.
«Ahora, por haber sido Guardia de
Asalto durante la guerra, le dan una paga todos los meses, además de la
de la RENFE.»
El abuelo materno, F. M., que
hizo la guerra en Madrid, quería quedarse a trabajar en la capital,
«pero sus padres no le dejaron, entonces volvió para trabajar en el
pueblo y estuvieron siete años de novios; ella también trabajaba en el
campo, pero lo pasaron muy mal económicamente, comían casi gracias a su
abuela que tenía una pequeña tienda de frutos secos en la que no ganaba
tanto como antes de la guerra, cuando se iba de feria en feria los
domingos, y en el pueblo, pero era porque en aquel entonces la gente
tenía mucho menos dinero y no se lo podían gastar en caprichos, pero
poco que mucho comían.
«Cuando pasaron siete años... se
casaron y vivieron una temporada en el pueblo, donde nació un hijo y una
hija, mi madre. Trabajaban en el campo y a los niños los cuidaba una
vecina. Pero el trabajo estaba infravalorado y trabajaban mucho, ganando
poco y entonces decidieron irse a trabajar a Madrid.
«Estuvieron como guardas de una casa y
para trabajar un huerto que tenían. Vivían en esta misma casa. Luego se
fueron a vivir a Vallecas y mi abuelo se puso a trabajar en las contratas
de la RENFE, y poco a poco iban viviendo.
«Luego mi abuelo se hizo... de la
Falange para que le dieran un piso; tuvo que ir andando desde Madrid hasta
la cruz [del Valle] de los Caídos y no se lo dieron, entonces se borró,
y al año dio la entrada en un piso... en la plaza de los Cármenes, donde
vivió hasta que murió a los cincuenta y dos años, y mi abuela sigue
viviendo allí.»
«En 1953 acabaron los años de máxima
tensión —dice Julián Prieto—, desapareció el estraperlo y dos
millones de españoles se fueron a trabajar al extranjero. Esto mejoró la
economía española porque dejaban puestos de trabajo vacíos y traían
divisas para comprar productos que no había en España.»
Una de las enfermedades incurables de la
época era la tuberculosis. Para prevenir la enfermedad se aconsejaba
hervir la leche de vaca —recuerda el gallego Alfonso Barreiro— «ya
que una de las formas de contagio más frecuente era a través de las
vacas enfermas con dicha enfermedad.»
  
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