III. LA GUERRA. 1
Dicen que antes de comenzar la guerra se
vieron en el cielo gran cantidad de estrellas que iban de un lado para
otro. Lo dicen también en un pueblo de Córdoba cuya patrona es Santa
Ana: «La gente sabía que iba a empezar [la guerra] porque unos días
antes corrían estrellas en el cielo.» Y ya durante la guerra, en
una ocasión, el cielo se puso todo rojo y las madres decían que era la
sangre de sus hijos.
M. C., que militó en las milicias de la C.N.T., perdió a un hermano,
voluntario del P.O.U.M., en Sigüenza y tuvo a su hermano mayor de
sargento en Salamanca, se lamenta de que los frecuentes enfrentamientos
entre hermanos convirtieron esta guerra en una guerra fratricida. Sin
embargo, muchas veces tales enfrentamiento no eran políticos ni
ideológicos: «Al comenzar la guerra —dice— la mayoría de las
personas eran de un bando u otro dependiendo de cuál era el bando que
dominaba la región en la que se encontraban.»
Aquella fue «una guerra sangrienta en
la que lucharon hermanos contra hermanos, sólo por encontrarse en
diferente situación geográfica.»
«Fue tan cruel esta guerra —recuerda
L. D.— que se mataban entre hermanos y entre amigos de toda la
vida.»
«La Guerra Civil, según mis abuelos,
fue demasiado sangrienta para describirla con palabras, aunque las más
adecuadas podrían ser: hambre, dolor, armas e Iglesia.»
«En Madrid y Barcelona el Ejército se
tiró a la calle, pero el pueblo pudo reducirlos —explica AVA—; como pudo haberlo hecho el pueblo de las ciudades que fueron
tomadas si no hubiera sido porque el Gobierno no se decidió a dar las
armas al pueblo.»
«Talavera estaba por los rojos, los
cuales cambiaron el nombre de Talavera de la Reina por el de Talavera del
Tajo.
«Los
capitalistas trajeron a Franco para proteger sus intereses —explica
F. B.—. Todo capitalista estaba en contra del obrero. A Franco
lo apoyaron alemanes (aviones y artillería), italianos y moros, de ahí
que ganase la guerra; aparte de que el número de militares de derechas
era mayor que el de izquierdas... El Ejército estaba con Franco... de
ahí que entrasen los nacionales en Madrid. La Casa de Campo quedó llena
de cadáveres. Las afueras de Madrid estaban llenas de soldados del lado
de Franco.»
En Guadalajara había unos ciento
treinta oficiales —dice J, G, Y.— y cuando el pueblo tomó los
acuartelamientos murieron todos y dejaron marchar a los soldados.
En Villanueva de los Infantes (Ciudad
Real), donde vivían muchos aristócratas, al estallar la guerra los
republicanos fusilaron al duque de San Fernando.
«En mi pueblo (?) había
un convento pequeño y cuando entraron los republicanos fue lo primero que
quemaron, e hicieron lo que quisieron con las monjitas. No quedó ni
una. Al cura le obligaron dos días antes a que quemara la sotana y se
vistiera de paisano. Era joven, buen mozo y fuerte como una mula. Nos
enteramos después de que lo habían mandado al frente y el pobre hombre
no tuvo más remedio que ir.»
Los bandos
enfrentados, según dos mujeres de Bargas, se resumen así:
- «Nacionales: dirigidos por el
general Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera. Su apoyo era
la clase alta, los ricos y la Iglesia.
- «Republicanos: su líder
ideológico era Manuel Azaña, presidente de la República. Su apoyo
eran las clases trabajadoras, deseosas de mejorar su situación.»
E. C. dice no entender mucho de
la cuestión; pero opina que Franco fue un general de su época «que
realizó muchas matanzas, al igual que los republicanos.»
«Franco trajo a los moros que cortaban
los pechos a las mujeres, robaban joyas, cortaban las cabezas a la gente
que tenía dientes de oro. En una ocasión a mi abuela [V N]
le contaron que un moro llevaba en su bolsa una mancha de sangre y le
preguntó el sargento qué llevaba, le dijo que nada y, cuando la abrió y
vio que llevaba la cabeza de un médico con dientes de oro, lo mandó
matar.»
1. Las
primeras noticias y el reclutamiento
«Yo estaba comprando el pan en la
tahona y me dijeron que se habían levantado los moros de Marruecos y
pensé que había mucho español fuerte para bajarles los humos. Pero
cuando llegué a casa, don Eduardo, el médico (que tenía la única radio
del bloque), nos dijo:
—Hijas, he estado siguiendo las
noticias desde ayer y tengo que deciros una cosa: ¡Estamos en guerra!
—¿Contra quién?
—Escuchadme bien: Esto es una guerra
civil; así que cuidado con quien habláis, que os jugáis el pellejo.»
El día 18 de
julio de 1936 N M S se asomó al balcón de
la casa de Madrid donde servía, que daba sobre la calle Santa Engracia, y
«vio muchos automóviles con pancartas y banderas nacionales. Los
ocupantes de los coches apuntaban con armas de fuego a los balcones de las
casas... Su primera impresión fue de miedo... A los pocos días ocurrió
lo del cuartel de la Montaña.»
Cuando se produjo la rebelión militar
del 18 de julio, los fascistas robaron los uniformes a los soldados del
cuartel de la Montaña y los dejaron desnudos en la calle; pero N.
F. y su esposo, «que vivían en una buhardilla frente al cuartel y lo
vieron todo, recogieron a un par de ellos para dejarles ropa y un refugio
hasta que pasase el jaleo.»
En Madrid la
guarnición del cuartel de la Montaña se sublevó al mando del general
Fanjul y «las madres de los que estaban allí —cuenta F.
B.— pidieron al general que sacara a sus hijos porque lo iban a
bombardear e iban a morir dentro. Entonces Fanjul mandó ametrallar a
aquellas mujeres. Se decía que en el cuartel de la Montaña la sangre
corría como el agua.»
El 18 de julio «CG. recibe
la noticia del pronunciamiento militar y como muchos otros se echa a las
calles donde la multitud enloquecida y con armas rudimentarias se lanza a
la conquista de los cuarteles.»
CG «no participaba de las
posiciones exaltadas de los miembros del Partido Comunista. Él seguía
las directrices de la UGT; pero bajo las mismas y con una gran
convicción, muestra de una profunda ideología, se lanzó a las calles el
18 de julio de 1936 y sin dudarlo formó parte de un ejército para
defender aquello que él consideraba justo.»
«Yo estaba en el
cuartel de caballería de Alcorcón (Madrid) y un día nos dijo el
teniente Larriaga, un tío pequeño y con muy mala leche:
—Señores, parece que la situación de
guerra va a ser inminente.
«Nos retiró los permisos y no nos dejó
salir, pero yo me escapé a ver a una novia que tenía... Dos semanas
después se levantaron las tropas y estalló la guerra. El teniente
Larriaga nos reunió en el patio y dijo:
—El que quiera que me siga, y el que no
que se quede a defender lo que no se puede defender. ¡Viva España y
viva el Rey!
«Ciento cincuenta de aquellos hombres se
fueron con él hacia el sur, en busca de las tropas nacionales; de ellos
sólo veinte sobrevivirían después de la guerra.»
«Yo era cartero en Sevilla. Cuando
se levantó Queipo de Llano, fueron a mi casa y me preguntaron:
—¿Quieres a España?
—Sí —contesté.
—Pues venga —me dijeron—, que te
está esperando en la cama y en camisón.
«Y de esa manera tan sencilla me vi en un
camión y con un fusil en la mano.»
A. V. A. supo que la guerra
había estallado cuando a las dos la tarde del domingo 19 de julio, mientras
veía la cartelera de un cine o teatro en el centro de León,
apareció la Guardia de Asalto disparando al aire y la gente que andaba
por la calle corrió a refugiarse en cafeterías y bares.
A
Torremocha del Campo (Guadalajara), «un pueblo junto a la Carretera
Nacional II —donde entonces trabajaba J, G, Y.—, llegaron
noticias de que habían matado a Calvo Sotelo y a un dirigente de
Correos de Sigüenza; además, normalmente pasaban muy pocos coches y ese
día [¿18 de julio?] pasaron muchísimos; la gente notaba que algo
pasaba, pero no sabía qué era porque había muy pocas radios en los
pueblos. Cuando por fin llegó el correo y trajo periódicos se enteraron
de que había estallado una guerra civil.»
J, G, Y. tenía entonces
veintiséis años, trabajaba en Torremocha del Campo y un cartero le trajo
a escondidas el aviso de movilización desde la zona republicana, pero
J, G, Y., que estaba en el límite entre ambas zonas, «eligió la zona
nacional porque ya conocía la manera de vivir de esta zona y no sabía lo
que le esperaba en la otra.
En la plaza de Torremocha del Campo les
preguntaron «si querían ir a las Falanges o al Ejército», pero como
J, G, Y. tenía la cartilla militar lo destinaron al Ejército.
Hizo la guerra en artillería y estuvo en Calatayud, en Zaragoza y Huesca.
Luego fue a la sierra de Alcubierre y a Castellón hasta que terminó la
guerra. Se licenció en Alcira.
P S L estaba segando en
el alfoz de Torija, cuando unos guardias civiles, que huían hacia
Medinaceli para unirse a los nacionales, le dijeron que había
estallado la guerra. Al llegar esa noche al pueblo, su madre lo estaba
esperando para ponerle un pañuelo rojo al brazo, que esa misma noche se
habían llevado a todos los de derechas a la cárcel de Guadalajara. Al
día siguiente se llenó el pueblo de milicianos.
La
noticia de la insurrección militar contra la República le llegó a
Pepe Zayas cuando estaba segando. Entonces corrió al pueblo, Bocigas de
Perales (Soria), y se puso al cabo de la situación. Su pueblo quedaba en zona
nacional y vivía rodeado de enemigos de la República, entre ellos
sus propios padres; así que, temeroso de que sus vecinos lo denunciaran a
la Guardia Civil, una noche preparó unas alforjas y huyó a Madrid.
Durante el viaje en tres ocasiones estuvo a punto de caer en manos de la
Guardia Civil, que iba por los pueblos arrestando a los sospechosos de ser
rojos o a los que eran denunciados como tales por los vecinos («a veces
sólo porque el denunciante estaba a mal con alguien»): en Aranda de
Duero (Burgos), en Milagros, donde se quedó dormido, y en Robregordo
(Madrid), cuando tuvo que robar unas alpargatas porque las suyas, como
eran de cáñamo, estaban ya destrozadas. Por fin llegó a Madrid con los
pies deshechos después de recorrer unos doscientos treinta kilómetros,
la mayoría por el monte, en cinco días. Necesitó casi una semana para
recuperarse y en cuanto pudo se alistó.
En Herencia (Ciudad Real) J.
D. F. estaba trabajando en el campo con otros hombres cuando les
llegó la noticia que publicaba el ABC: Franco se ha sublevado.
«Todos, asustados, huyeron a sus casas.»
«Yo
no quería ir a la guerra [confiesa uno que estuvo en la zona
republicana] porque me asustaba matar a alguien. Me había casado hacía
dos meses y, como no podíamos tener hijos, habíamos sacado uno de la
inclusa de dos añitos. Una noche entraron un capitán y dos soldados y en
pocas palabras me dijeron que o paseíto o uniforme y a pegar
tiros. No tenía elección; porque tenía familia, que si no...»
La mayoría de los jóvenes de la zona
en torno al Salto de Bolarque (Guadalajara) fueron reclutados y alistados
en el ejército republicano contra su voluntad, como el hermano mayor de
Victoriano Bermejo, que era de derechas como su padre, y fue destinado a
Granada donde murió de reumatismo agudo por «las malas condiciones en
que se encontraban las trincheras.»
Tras la
rebelión militar todo el mundo estaba pegado a la radio
pendiente de los informativos. Las noticias eran continuas y la guerra
parecía inminente. «Al principio nadie sabía con claridad lo que estaba
pasando, únicamente por los medios de comunicación se enteraron de que
había estallado la guerra.»
Cuando estalló la guerra «la gente se
enteraba de los sucesos por la radio —cuenta F. Bodas—. En Belvís de
la Jara (Toledo) el cura tenía una radio, pero lo mataron y los rojos le
robaron la radio.»
A. D., en Miajadas (Cáceres)
aprovechaba la ausencia de sus señores «para encender la radio y
enterarse de las noticias.» Así se enteró de la muerte de José
Antonio.
«Las personas que vivían en el campo
llegaron a enterarse [del comienzo de la guerra] ¡hasta con tres días de
retraso! Y hubo reacciones para todo. Dicen que hubo quien recogió sus
ropas y se fue rápidamente a Francia o a Portugal, y quien no se creyó
lo de la guerra hasta que no le cayeron las bombas encima.»
«Todos [los encuestados] coinciden en
que fueron momentos de desconcierto y confusión. Nadie sabía qué hacer.
España se había quedado dividida en dos bandos y nadie sabía de qué
lado ponerse. O casi nadie... Tan sólo uno de los encuestados se
presentó voluntario al bando republicano.»
[Resumen de Pablo de Lera Villarejo, de
3º de BUP 1992-93, que ha entrevistado a doce ancianos de más de 75
años].
2.
La guerra en el frente. 1. Zona gubernamental
Después de las batallas, cuenta
B. M., «los campesinos» impedían a los camilleros recoger
a los heridos del bando contrario y los mataban.
B. M. luchó en los dos
bandos. Primero con los republicanos, que dominaron en Cuenca, su
ciudad natal, en un batallón de dinamiteros formado mayoritariamente por
campesinos, y luego, tras ser apresado en el frente de Teruel en 1938, con
los nacionales. Durante dos o tres meses estuvo en un campo de
concentración en León, de donde salía para trabajar en diversas obras
públicas; de allí pasó a Astorga y de Astorga fue enviado, ya como quinto
nuevo, a Valdemorillo para reforzar un batallón del que sólo habían
quedado catorce hombres. Después estuvo en Cuenca, esta vez guardando
prisioneros, en Toledo, en Madrid, en Lérida, en Tortosa... Camino de
Zaragoza encontraron un puente destruido y otro ocupado por los
republicanos; así que a las 2:00 de la madrugada del 25 de julio de 1938
intentaron pasar el Ebro en barcas, pero la primera de ellas se hundió y
las otras tuvieron que retroceder cuando fueron descubiertas y rechazadas
con fuego de artillería y ametralladoras por los republicanos.
C. M. era comerciante en
Ciudad Real y acababa de licenciarse cuando estalló la guerra; fue
movilizado al instante, pero como era corto de vista fue destinado a
servicios auxiliares. Estuvo en Albacete, Valencia y Manzanares, lugar
este último donde se libraron muy duras batallas y continuamente se oían
aviones, ametralladoras y bombardeos. En más de una ocasión tuvo que
correr a unas canteras próximas para protegerse de los bombardeos.
«El final de la guerra se produjo
cuando los fascistas ocuparon rápidamente los pueblos.» Cuando los
nacionales entraron en Manzanares, formaron a toda la tropa y les
obligaron a cantar el Cara al Sol. A poco, sin embargo, pudo volver
a Ciudad Real. Su padre y sus cinco hermanos, en cambio, no tuvieron la
misma suerte; a su padre lo mataron porque era socialista, tres de sus
hermanos murieron en el frente, a un cuarto le dieron el paseo y el
quinto, «que era azul y estuvo viviendo bien en Sigüenza hasta que
acabó la guerra», murió de fiebres tifoideas.
El marido de N F B se
alistó como voluntario en la Cruz Roja y estuvo de camillero toda la
guerra y vio tantas «cosas muy fuertes y cómo las vidas de los jóvenes
de uno y otro bando se iban perdiendo» que, aunque en el frente la comida
no escaseaba, «se le quitó el apetito porque no conseguía acostumbrarse
y adelgazó hasta casi ponerse enfermo.»
A M A R lo
sorprendió la guerra en Cartagena,
donde cumplía el servicio militar como administrativo en el Hospital
Militar. El primer recuerdo que tiene es el del silbido de las bombas que
lanzaban los franquistas; una de ellas cayó en el edificio de Capitanía,
atravesó todas las plantas y, sin llegar a explosionar, fue a alojarse en
el aljibe donde Mateo se había refugiado con otros compañeros. «El
terror hizo que se quedaran todos mudos.»
Otro bombardeo le pilló cuando caminaba
con un amigo de regreso a su residencia. De pronto todo quedó a oscuras y
cogidos de la mano avanzaron tanteando con un palo largo hasta llegar a un
pretil donde trataron de guarecerse; pero su amigo no anduvo lo
suficientemente rápido y la metralla de una bomba que cayó próxima le
seccionó la cabeza.
También recuerda cómo durante otro
bombardeo una bomba cayó en un lugar donde pocos momentos antes él
había estado tomando unas navajas con unos amigos.
Su peor recuerdo es el del
hundimiento del destructor Jaime I,
que llegaban los marineros al Hospital, amigos suyos muchos de ellos, con
los rostros deshechos por las quemaduras y los miembros amputados. Aún
hoy no puede olvidar, ni dejar de contar, el olor a carne quemada de
aquellos desgraciados.
E. C. R., en
cambio, fue enviado a Madrid a la 21 Brigada Mixta que tenía su sede en
el cuartel de Delicias. Muchos de sus compañeros cayeron en el frente y
los supervivientes fueron enviados al frente de Teruel en la 11 Brigada
Internacional. Allí permaneció treinta y cinco día entre la nieve, lo
que dio lugar a que muchos soldados sufrieran congelación de pies y
piernas que luego les eran amputados. No obstante, comían bien y tenían
un sueldo de una peseta diaria. De allí pasó a Cuenca y más tarde al
frente del Ebro, en cuya retirada el 24 de julio muchos perecieron
ahogados. En Barcelona se entregó a los nacionales y fue llevado a un
campo de concentración donde a los tres meses se enteró del final de la
guerra. La banda de música festejó el final de la contienda y les
decían: «Alegraos, corazones españoles, que la guerra ha terminado.»
Trasladado luego a un batallón de trabajadores, le pusieron en la manga
de la chaqueta una T de Trabajadores, según unos, o de Traidores,
según otros.
Cuando en
Madrid se supo la rebelión del Ejército de África, la gente acudió
en masa al ministerio de la Guerra en busca de armas para defender a la
República.
El marido de M. F. G.,
A. M. M., se alistó como voluntario y fue destinado a
ametralladoras en una unidad acorazada. Fue herido de metralla tres veces:
en Belchite (Teruel), en el cerro Garabitas de Madrid y en El Escorial.
Luego fue destinado a la retaguardia como conductor de ambulancias porque
tenía un trozo de metralla alojado en un pulmón. En la estación de
Atocha estuvo vigilando el embarque de oro para Moscú.
Acabada la guerra, fue detenido y
enviado a un batallón disciplinario donde pasó tres penosos años,
aunque pudo hacerse practicante. Se licenció el 13 de abril de 1942 e
inmediatamente fue llamado a filas, que nada de lo anterior contaba como
servicio militar. Murió en 1954 a consecuencia de las heridas recibidas
durante la guerra.
F. I. S. estuvo
año y medio en la guerra. Era de Yélamos de Abajo (Guadalajara), en
la zona republicana, por lo que se vio alistado en el «ejército rojo,
aun teniendo ideas nacionalistas, como la mayoría que iba.» Fue
movilizado en octubre del 37 y en un día fue en tren desde Guadalajara a
Barcelona pasando por Albacete, Valencia y Tarragona. Durante todo el
recorrido el tren fue recogiendo nuevos reclutas. Estuvo en una unidad de
camilleros, en espera de que a su quinta le llegara el turno de entrar en
combate, evacuando heridos desde el frente. Desde Barcelona fue a Mediana
de Aragón, donde se juntaron unos trescientos, y de allí a Rodén,
al SE de Zaragoza, ya próximo al frente, desde donde bajaban a
Fuentes de Ebro a recoger a los heridos. Enseguida se ven
obligados a retroceder a Quinto, aguas abajo del Ebro, desde donde van
retrocediento hasta Tarragona.
De abril a septiembre del 38 estuvo en
la zona de Andorra desde donde, a consecuencia del reuma, hubo de
ser evacuado a Quinto (Zaragoza), a un hospital habilitado en un café
«que llenaron de camas de matrimonio y allí metían a los enfermos, y
algunas veces metían a uno o dos enfermos en una cama.»
Allí supo que unos
paisanos suyos se habían pasado a los nacionales, lo que dio lugar a
que a los pocos días se presentaran «unos comandantes a interrogarle»
por si había conocido su intención. Recibió luego cartas de los
familiares de los desertores en que les preguntaban por su paradero, pero
no pudo explicarles nada «ya que todas las cartas pasaban por la
censura.» Poco después otro soldado de su batallón también intentó
cruzar las líneas, pero tuvo menos suerte y fue apresado por una
avanzadilla roja. «Al día siguiente la compañía fue llevada a una
especie de barranco. Allí se encontraba un pelotón de fusilamiento y
delante de él, a unos diez metros, estaba el soldado desertor, y delante
de toda la compañía lo fusilaron. Cuando cayó al suelo se retorcía,
entonces el teniente pidió permiso a su superior para darle el tiro de
gracia y el superior se lo dio. Se acercó y, apuntándole a la cabeza, le
disparó matándolo y estremeciendo de miedo y pánico a todos los
presentes.»
Confiesa F. I. S. que «mucha
gente quería pasarse, pero nadie nos atrevíamos.» Tres miedos hacían
desistir a los posibles desertores: uno era el pelotón de fusilamiento;
otro, el miedo a los moros que, «si caías en sus manos, te cortaban el
cuello. También tenían miedo porque al pasarse podían castigar a la
familia.»
De regreso al frente, una noche tuvo
guardia al mando de cuatro chavales de catorce años de la quinta del
chupete, pero al hacer la ronda encontró que faltaba uno de ellos; lo
buscó por toda la zona sin encontrarlo. A la mañana siguiente vieron que
de las trincheras nacionales salían unos soldados a recoger un cuerpo en
el que reconocieron al chico que había faltado durante la noche.
La situación era desesperante en el
sentido literal de que no tenían esperanza, porque no avanzaban nada;
«lo único que hacían era retroceder y siempre retroceder, de forma que
no dieron un solo paso adelante.» Cediendo terreno llegaron a Mataró.
J. R.,
camarero de la quinta del 31, fue capacitado para teniente tras un
cursillo de cuarenta días en el Palacio Real; otro cursillo, también de
cuarenta días, en el castillo de Aldobea (Aranjuez) lo capacitó para
capitán de Estado Mayor. Luego, por muerte de su comandante, fue
promocionado a este grado al mando de un batallón (que se componía de
cuatro compañías mandadas por un capitán cada una; éstas, a su vez, de
cuatro secciones de fusileros al mando de un teniente y una de armas, con
dos ametralladoras y dos morteros, y cada sección, de dos pelotones cada
uno mandado por un sargento, y cada pelotón de dos escuadras de cuatro
números y un cabo). Al término de la guerra estuvo en prisión hasta el
1º de julio de 1941: «Las cárceles estaban en muy malas condiciones,
eran conventos..., se comía lo que te mandaban los familiares.»
JMMG era de
la quinta del 24 y ya estaba casado cuando lo movilizaron en 1938. Estuvo
en la provincia de Badajoz y pasó por Talarrubias y Siruela (Badajoz), y
Agudo (Ciudad Real); padeció hambre y calamidades y, aunque su compañía
no entró en combate, las balas le pasaban silbando sobre la cabeza.
Muchas veces tuvo que alimentarse de hierbas cocidas y también tenía que
cocer la ropa para evitar los parásitos, y una vez que su hermano y su
cuñado fueron a visitarlo y llevarle comida no les permitió que tirasen
las migas, sino que se las comió todas. Luego lo trasladaron a otra
compañía y, como un soldado le diese recuerdos para un amigo, los mandos
sospecharon que era un espía y lo detuvieron junto con otros soldados.
Estando en prisión, una noche
escucharon a los centinelas decir: «A estos los vamos a matar y decimos
que se han escapado.» A poco se llevaron a uno de los detenidos y oyeron
unos tiros, lo que les hizo pensar que habían dado cumplimiento a su
proyecto. Sin embargo, el compañero no tardó en volver sano y salvo.
Por fin se aclaró el malentendido y los
pusieron en libertad.
Al estallar la guerra J.
D. F. tenía catorce años y en el 38 lo movilizaron; pero se
escapó y se volvió a su pueblo, Herencia, que era muy frecuente que los
chicos de dieciséis o diecisiete años desertasen. Sin embargo, lo
encontraron y lo devolvieron al frente.
Cuando Pepe
Zayas se alistó en Madrid, luego de huir de su pueblo, lo destinaron
a Bilbao (lo que le sentó muy mal después del trabajo que le había
costado llegar a Madrid) adonde llegó en avión en muy poco tiempo.
Estuvo destinado en Munguía, sacó un buen concepto de los vascos, que
eran muy buenas personas, y notó que allí no faltaba de nada, porque,
aunque las provincias del norte estaban cercadas, había bastantes
reservas y por mar llegaba todo lo necesario ya que la Marina permaneció
leal a la República.
El bombardeo de Guernica les
desmoralizó mucho, sobre todo al saber que Alemania apoyaba a Franco.
Durante la defensa de Bilbao fue herido
de bala en una pierna, de modo que los últimos días de la defensa y la
caída de la ciudad le pillaron en la enfermería. Los nacionales lo
cogieron cuando planeaba huir a Francia con otros compañeros en el barco Atxuvi.
Lo juzgaron por lo militar y lo metieron en la cárcel de donde no salió
hasta octubre de 1939. Allí, a causa de la poco atención, se le infectó
la herida de la pierna y ya no se le curó nunca, que todos los veranos,
con el calor, se le ulcera y le sangra.
Nada había sabido de sus padres durante
la guerra y, aunque tenía muchas ganas de volver a verlos, temía que no
lo aceptasen. Su padre, en efecto, no salió a recibirlo y no le perdonó
nunca que luchara del lado de la República, sólo a su muerte lo
perdonó, recuerda Pepe Zayas con los ojos enrojecidos. Su madre, en
cambió, lo abrazó llorando y sólo le reprochó que no se casara con su
novia (con la que al fin se casó) que tenía una hija suya de tres años.
Las quintas
recibían nombres graciosos, así:
|
La quinta del chupete:
La quinta del biberón:
La quinta del saco: |
reclutas de 15-16 años.
reclutas de 16-18 años.
reclutas de 60 años. |
Se solía reclutar una quinta joven y
otra vieja alternativamente.
«Existieron dos
generales al mando de las tropas rojas que fueron bastante odiados por
toda la gente y llamados asesinos. Fueron Líster y el Campesino,
dos personas sin corazón que mandaban a las tropas a lugares imposibles
de conquistar [donde tenían todas las posibilidades de ser] destruidas,
ya que las dirigían directamente a la boca del lobo, y ellos no
paraban de pedir cada vez más hombres; pero mi abuelo tuvo suerte, ya que
tres días antes [de ser llamado a filas] se acabó la guerra.»
La batalla
de Guadalajara
«Se produjo un levantamiento de los
militares contra el pueblo» y M. C. (cuya odisea
se cuenta en el libro Ma guerre d'Espagne a mort de Mika
Etchebehere, editado en 1976), que vivía cerca del cuartel de San Andrés
en Barcelona, vio cómo las milicias de la C.N.T., que «eran en cierta
forma las fuerzas del pueblo», lo bombardearon y sometieron. Luego vino
con los milicianos a Madrid y fue al frente de Sigüenza, de donde guarda
el recuerdo de unas noches muy frías y de la comida que no les faltó
nunca. Allí apresaron a tres curas acusados de disparar contra gente de
izquierdas y de guardar fusiles y munición en sus iglesias. M. C. cree que serían fusilados. Y sobre todo recuerda la muerte de su hermano
menor, de tan sólo catorce años, alistado en los Voluntarios del P.O.U.M.,
que cayó de un balazo en la cabeza.
Caída Sigüenza en poder de los
franquistas, huyó como pudo y regresó a Madrid. Luego fue destinado a
Chinchilla, adonde llegaba el armamento de la ayuda rusa. Más tarde
estuvo en Almería, «para cortar algo la retirada de Málaga», en la
batalla de Brunete y en la del Ebro. Por último pasó a Francia y estuvo
en el campo de concentración de Agde (Eraun).
El haber conocido lugares nuevos, como
Almería, es el único recuerdo positivo que guarda de la guerra.
U G ingresó en
octubre de 1935 en el Primer Regimiento de Artillería Ligera de Getafe.
El 17 de julio del 36 los oficiales de su cuartel, aunque se pusieron de
parte de la rebelión militar, no la apoyaron activamente, lo que
permitió a los vecinos de Getafe, apoyados por fuerzas de aviación,
tomar el cuartel y apresar a la mayoría de los oficiales. El día 21
U G salió para Buitrago como ordenanza de una batería;
allí permaneció un año y la tropa tuvo tiempo de hacerse unas cabañas
de madera bastante acogedoras. En verano se bañaban en el Lozoya y en
invierno tenían una estufa de leña con la que calentarse. Tuvieron
muchas bajas por los continuos ataques de la aviación nacionalista. Luego
de un breve descanso en La Cabrera, fue destinado al frente de Guadalajara
y estuvo en Torrebeleña, monte Ibarra, Brihuega, Sacecorbo... En este
último lugar encontró casualmente a uno de sus hermanos que era
trasladado al frente de Madrid. Los continuos desplazamientos en este
área les obligaban a dormir muchas veces en el suelo a la intemperie. En
una acción nocturna frente a Cogolludo un proyectil estalló dentro de un
cañón y provocó varias bajas. En enero del 1938, en Chaparral de Yela,
fue nombrado por votación comisario de la batería, que fue trasladada
luego a la fábrica de cemento Valderribas, en Vicálvaro, y de allí a
Seseña, donde el fuego fue tan intenso que la pintura de los cañones
hervía. Volvió a Cogolludo, pasó por Añover de Tajo, actuó en Brunete
y Quijorna, y en el sector de Aranjuez, cerca de Vicálvaro, pasó los
últimos días de la guerra.
La batalla de
Teruel
A poco de empezar la guerra llegaron los
italianos a Torija y un bombardeo hundió la casa de P S L;
toda la familia tuvo que huir en mitad de la noche. Se
refugiaron en Ciruelas y allí permanecieron hasta que pudieron volver a
Torija.
En el 37 lo movilizaron por su quinta,
hizo la instrucción en Ciudad Real e inmediatamente fue destinado al
Puerto Escandón, cerca de Teruel, donde estuvo durante seis meses
haciendo trincheras.
«En aquella zona caían grandes nevadas
y los soldados morían congelados. Mi abuelo se salvó de morir helado
gracias a una cantimplora de coñac. Después lo evacuaron a un pueblo
debido a una intoxicación del coñac ya que la botella era para ocho
personas y mi abuelo se la tomó entera.»
Una noche que subió a un cerro con dos
compañeros para hacer trincheras, fueron sorprendidos por fuego de
mortero que alcanzó a sus dos compañeros. P S L pidió socorro,
pero cuando llegaron los camilleros ya no pudieron hacer nada para salvar
la vida a los heridos.
En otra ocasión que estaba tendiendo
alambradas tuvo que hacer «una especie de muro apilando los muchos
muertos que allí había» para protegerse del intenso tiroteo que se
armó en un instante.
Otro día que se retiraban hacia el
Toro, la aviación comenzó a bombardearlos y se tuvieron que dispersar en
una chopera, después de lo cual todos se perdieron y tardaron ocho días
en volver a reunirse.
Otra vez, tras otro bombardeo en un
pueblo, encontró a un primo al que no veía desde hacía dos años.
El hambre y las necesidades eran tantas
que una vez, mientras hacía trincheras, le robaron todas sus pertenencias
y en otra ocasión fue él quien con seis compañeros robó un cochinillo,
pero tuvieron que abandonarlo cuando estaban a punto de comérselo porque
vinieron los moros. Tanto era el cansancio que muchas veces sacaba
el brazo por si lo herían y lo mandaban a casa, pero nunca tuvo esa
suerte.
Sin embargo a través de un capitán
amigo consiguió un permiso de ocho días cuando le llegó un telegrama
que le informaba del grave estado de salud de su madre. Pudo llegar al
pueblo a punto de verla morir y a los ocho días terminó la guerra.
La batalla de
Madrid
«Llega el momento de partir... a detener
al enemigo.» Con un arma, municiones y su humilde ropa por único
equipo C. G. se dirige a la sierra por donde, según informes,
se acerca un ejército falangista. «En camiones requisados al pueblo y al
ejército los jóvenes se distribuyen por la sierra de Guadarrama,
Buitrago, Lozoya... Era un ejército muy especial, constituido por
voluntarios como C. y sus hermanos que abandonan sus hogares para
dirigirse al frente.»
El frente se estabiliza en la sierra de
Guadarrama tras los primeros combates. C. recuerda con estusiasmo
aquellos primeros días de la guerra, en que aún no había llegado el
hambre ni el frío; «sin embargo, la falta de organización pronto se
hizo evidente en unas compañías nacidas de la exaltación y formadas por
el pueblo llano.»
Ciriaco hizo una guerra cómoda, a pesar
que fue herido en los primeros días; que la misión de su compañía era
proteger el embalse de Lozoya, único que aprovisionaba de agua a Madrid,
y la estabilidad del frente facilitó «incluso la relación entre los
miembros de ambos bandos, los cuales se intercambiaban el papel, el
tabaco...» Cómo, además, «en el seno de una población semianalfabeta»,
él y sus hermanos sabían leer, escribir y las cuatro reglas, fueron
ascendidos a sargentos.
El ambiente de Madrid —cuenta
Pepe Zayas— era muy animado en los primeros días con
manifestaciones en las calles de gentes que cantaban y gritaban el ¡No
pasarán!
En octubre del 36 la población de
Madrid aún no se había dado cuenta de la inminencia del ataque de las
fuerzas franquistas, sólo el Partido Comunista, que había crecido
notablemente, había empezado a hacer preparativos para la defensa de la
capital y a finales de julio formó el Quinto Regimiento cuyo primer
comisario político era un tal Contreras. Durante el mes de octubre los
sublevados se aproximaron a Madrid formando un extenso arco de NO a SO,
por lo que el oeste de la ciudad se llenó de trincheras y alambradas, y
en Olías del Rey (Toledo), en noviembre, tuvieron el primer contacto con
las avanzadas de la capital. J, H. G. dice que allí pasó
las peores noches de su vida, «la gente tenía que sobrevivir como
podía, y cada cual hacía lo posible..., aunque era muy difícil ya que
se pasaba también mucha hambre; pero cuando tenías que luchar se te
quitaba el hambre de un tirón.»
Los republicanos se replegaron hacia la
capital y Madrid se llenó de refugiados por lo que hubo necesidad de
racionar los alimentos y el agua.
Según J. R., el cerro
Garabitas fue bombardeado por los nacionales a las tres de la madrugada y
a la mañana siguiente apareció todo lleno de cadáveres.
Insuficiencias
tácticas de los milicianos
En los montes del Tajo había
guerrilleros anarquistas y hacia el norte se enviaban unidades de
milicianos que «no sabían desplegarse en el llano, ni avanzar, ni
retirarse.» Cuando tenían superioridad numérica, «a veces arrollaban
una posición enemiga; pero, cuando eran atacados con ametralladoras (los
rebeldes siempre disponían de mayor capacidad de fuego), corrían hacia
los camiones, momento que aprovechaban los ametralladores de los
sublevados para abatirlos en grandes cantidades.» Así, en octubre los
republicanos lanzaron un ataque cerca de Illescas, «pero no sirvió de
nada porque no supieron defender el terreno ganado.» En las zonas de
montaña, en cambio, o en lugares arbolados, «la lucha era mucho más
igualada.»
A finales de octubre los sublevados
iniciaron un avance sobre la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, y a
principios de noviembre las tropas de Mola tomaban el aeródromo de Getafe
«adonde habían sido llevadas las tropas anarquistas para combatir desde
trincheras cavadas por mujeres y niños. Los aviones rebeldes bombardearon
a los defensores y los pocos supervivientes huyeron junto con miles de
campesinos.»
Poco después «el ejército invasor
ocupaba la parte oeste de la Casa de Campo y en la mañana del 8 de
noviembre el pueblo coreaba la consigna ¡No pasarán!.
Ese mismo mes llegaron a Madrid las
primeras unidades de las Brigadas Internacionales, alemanes en su
mayoría, que fueron destinadas a la Casa de Campo donde a poco aguantaron
el ataque de los sublevados y sufrieron un gran número de bajas. Durante
diez días, del 8 al 18 de noviembre se luchó denodadamente en la Casa de
Campo y en la Ciudad Universitaria y todo Madrid estuvo pendiente del
resultado de la batalla, pero los internacionales consiguieron detener el
avance rebelde en Puerta de Hierro y en el Puente de los Franceses.
Las
trincheras eran galerías subterráneas con respiraderos de tramo en
tramo y en una ocasión que J, H. G. estaba de guardia con un
compañero el capitán les advirtió que no asomaran la cabeza por los
respiraderos porque era muy peligroso. En cuanto el capitán se marchó,
sin embargo, el compañero de J, H. G. quiso comprobar aquella
circunstancia; «se asomó por uno de los agujeros y le metieron un tiro
entre ceja y ceja.» J, H. G. lo vio caer a sus pies y hubo de pasar
toda la noche junto al cadáver de su compañero.
Otra noche que llovía a cántaros se
retiraban hacia un pueblo próximo campo a través porque los nacionales
batían toda la carretera; dadas las circunstancias, era imposible
organizar la retirada y el capitán dijo: «¡Sálvese el que pueda!» La
retirada entre la oscuridad, el barro y la lluvia fue penosísima; había
además pozos de agua para el ganado en los que muchos soldados cayeron;
un compañero de J, H. G. que iba delante cayó en uno de ellos y a
la mañana siguiente lo encontraron ahogado. Todos los que cayeron en los
pozos se ahogaron; sólo la suerte guió a los que se salvaron, que
«aquella noche fue una de las peores.»
F. B.
estuvo ocho meses en el frente de Madrid; en la Cuesta de las
Perdices, en Aravaca, en Las Rozas y en Majadahonda estuvo, «lugares
donde había muchos tiros.»
Trabajaba en un túnel que llegaba desde
Puerta de Hierro hasta Las Rozas y Majadahonda. El túnel, cuya
construcción estaba a cargo de la compañía de Ingenieros Minadores,
tenía siete salidas y debía llegar al puesto de mando enemigo. «En
Aravaca sólo se separaban de los enemigos por el ancho de una carretera.
Cuando localizaban a los nacionales se paraban; los localizaban gracias a
unos escuchas... compuestos por un tambor de mercurio con un
auricular.» Podían oírlos picar otro túnel a mucha distancia. «En la
carretera que los separaba del enemigo había un tanque inutilizado y para
ver lo que tenía dentro cavaron una mina hasta él; estaba lleno de
metralla.»
Un día en Aravaca «su túnel dio con
el del enemigo y capturaron a un piqueta, a otro que sacaba tierra
del túnel nacional, y dos carburos con los que los nacionales obtenían
luz. Los rojos obtenían la luz con unas pequeñas baterías eléctricas
que tenían un cable fijo y otro movible, el cual hacía de interruptor.
Cuando iban atravesando el túnel instalaban bombillas.»
«Las minas tenían codos, es decir, con
forma de zig-zag, para que la voladura no saliese por la boca del túnel.
También colocaban sacos de arena en el fondo, tapando la boca para que la
explosión hiciese mayor efecto en el extremo del túnel. La última mina
que dejaron cargada tenía trece metros de dinamita y tres de trilita,
pero la descargaron los nacionales con rojos de una brigada que habían
hecho prisionera. Hicieron explotar dos de esta manera y se decía que
rompieron las cristaleras de Madrid.»
«Las minas estaban preparadas por si
avanzaban los nacionales, explotarlas y dejarlos inutilizados. En este
lugar los nacionales y los rojos habían hecho la paz honrosa, pero
los nacionales la violaron y capturaron a algunos rojos con los cuales
descargaron las minas.»
«Las cargas explotaban por medio de una
llave que accionaba un fulminante.»
A G. S. H. le sorprendió la
guerra en Madrid y pasó sucesivamente por la Guardia Civil, la
Guardia Nacional Republicana y la Guardia de Asalto. Como guardia de
asalto (27 Grupo de Asalto, 109 Compañía) estuvo en el Monasterio del
Paular y en Robledo de Chavela donde fue herido de metralla en la pierna
derecha. Convaleciente en Madrid, conoció a su futura esposa cuando
acudía al puesto de abastos de la calle Miguel Ángel donde se
despachaban huevos y leche para los enfermos. Se casó en 1938 y enseguida
volvió al frente; un día, sin embargo, se escapó para ver a su mujer,
pero tuvo que volver a toda prisa porque su compañía se trasladaba a la
cuesta de la Reina, cuyo recuerdo se le hace doloroso porque allí cayeron
muchos de sus compañeros. Luego fue enviado a Murcia y allí le cogió el
final de la guerra. Durante un mes permaneció en un campo de
concentración donde se llenó de piojos; tantos tenía, que en los
calcetines formaban lunares blancos. Al llegar a Madrid (tres días de
viaje empleó) su mujer tuvo que tirar toda la ropa que traía.
F. O.
era estudiante de Bellas Artes en Madrid y sólo tenía catorce años
cuando comenzó la guerra, pero la desolación y la muerte que vio a su
alrededor le impulsaron a alistarse como voluntario. Estuvo destinado en
la unidad de blindados de Alcalá de Henares y aquella experiencia fue tan
traumática que aún hoy no puede resistir la vista de la sangre. Aquella
unidad estaba formada por rusos y españoles y pudo comer alimentos
enlatados procedentes de la URSS: albondiguillas rusas con caviar,
perdices escabechadas... Todo muy bueno, particularmente si se consideraba
el hambre que pasaban otros.
A A. P. P. le sorprendió
la guerra en Madrid y fue enviado a Navafría donde permaneció hasta
que, herido, fue evacuado a la capital. Cuenta que solían hablar con los
soldados del otro bando e intercambiarse papel de fumar y tabaco. La
estancia en Madrid la aprovechó para hacerse policía militar y como tal
estuvo en Guadalajara efectuando controles de carretera; luego fue enviado
a Barcelona, cuando los sucesos de la F.A.I. Más tarde estuvo en Belchite,
el lugar donde más muertos vio; pasó mucho frío porque durante quince
días no cesó de llover y tenía que dormir en los nichos de los
cementerios. Por las noches tenía que aproximarse a las filas enemigas a
hacer de escucha e iba cargado de bombas.
En Brunete los soldados tuvieron que
comer hierba y más de uno tuvo que refugiarse en un pozo, metidos en el
agua, mientras la aviación bombardeaba.
La caída de
Barcelona
La unidad de F. I. S. se vio
obligada a retroceder hacia Barcelona hasta que se disgregó. Él se detiene
con otros compañeros en Yanvillas o Llanvillas [acaso Llavaneres situada
en la comarca del Maresme, la primera población que se encuentra al norte
de Mataró] donde se entregan en febrero del 39.
«La noche que los nacionales tomaron
Barcelona —cuenta F. I. S.—, hubo retirada en camiones y
camionetas, y los conductores, como iban de retirada, se llevaban todo lo
que podían. Esa noche disparaban hasta los civiles. Salían de Barcelona
en dirección al mar, pero nada más salir se oían y veían cañonazos,
lo que les hizo volver y tomar el camino contrario. Allí la retirada era
ya una desbandada y, como muchos otros, mi abuelo decidió quedarse y
esperar al ejército nacional para entregarse.»
Mientras esperaban el momento de
entregarse, Francisco y sus tres amigos se alojaron en casa de los amos de
los familiares de uno de ellos que los trataron muy bien y, como tenían
ganado vacuno, les dieron un becerro recién nacido «para que se lo
comieran.» Por fin, luego de tres o cuatro días, vieron avanzar a los
nacionales con las armas al hombro y se entregaron a ellos; pero eran
italianos.
Antes de llegar al campo de
concentración pasaron un hambre terrible porque no había suministros
para ellos; y así, tuvieron que rebañar las sobras de unos oficiales y
robar bellotas de engordar cerdos. En Mataró los nacionales les dieron un
trozo de pan, «que era de los que traían de África», más duro que una
piedra y tuvieron que machacarlo para poder comerlo y «a estos trozos de
pan machacados les llamaban galletas de guerra»; al día siguiente
al pasar por el cuartel de Horta, en las afueras de Mataró, una mujer les
dio un paquete de comida por si veían a su hijo, pero, como estaban
hambrientos, se lo comieron entre los cuatro compañeros: «Era tanta el
hambre que pasábamos, que hicimos esto.»
Durmieron en el cuartel de Horta —«allí
entraba y salía mucha gente»— y durante la noche les robaron las
bolsas en que llevaban todas sus pertenencias.
Otro día vieron cómo llevaban mucha
gente a los campos de concentración y se unieron a ellos pensando que
entonces les darían de comer. Los embarcaron con destino a Tarragona y
allí los encerraron en el cuartel del regimiento Almansa número 15. Dos
meses pasaron en aquel acuartelamiento, hasta finales de abril, y «hasta
entonces no supe lo que era pasar hambre.»
A diario, hacia las once de la mañana,
les daban veinte gramos de pan y una onza de chocolate, y algún día,
como algo muy especial, una lata de sardinas pequeñísimas. Dormían
sobre una persiana y por la mañana y por la tarde los formaban para izar
y arriar bandera mientras les hacían cantar el Cara al sol, y
mientras estaban formados muchos se desmayaban de debilidad «y también
todas las mañanas aparecían en la enfermería personas muertas del
hambre, que allí sólo resistían los fuertes, como si fuese una
selección de los más fuertes.» Más adelante, dieron garbanzos los
jueves y era una fiesta para todos los presos. Algunos conseguían
sobornar a los guardias para que la familia les trajera comida. Pero a uno
que sorprendieron robando lo pasearon por todo el recinto con un cartel en
que se leía la palabra LADRÓN. En una ocasión Francisco tuvo que
vender su onza de chocolate para comprar papel y sellos con que escribir a
su casa. Había un lavadero donde se cocinaba, pero a los prisioneros no
se les dejaba acercarse a él; tenía, sin embargo, una guardia de presos
escogidos que podían beber agua y beneficiarse de la proximidad de la
cocina y de la amistad de los cocineros; «lo que me salvó» dice
F. I. S. es lo eligieron para hacer guardias en el lavadero.
«A principios de abril le dijeron que
tenía que escribir a su pueblo para que le mandaran el AVAL, que era como
decir el historial. Tuvo otra vez que vender la onza de chocolate y cuando
le mandaron el AVAL le enviaron a casa.» Volvió
a su pueblo con muchos dolores de reuma en las rodillas.
  
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