BIOGRAFIA
David Lynch nació
el 20 de Enero de 1946 en Missoula, Montana (Estados Unidos).
Cuando apenas contaba con dos meses de edad, David y su familia se trasladaron al estado de Idaho; a partir de entonces, la vida de la familia Lynch se transforma en un continuo viajar itinerante a lo largo y ancho de los Estados Unidos. Su padre, químico de profesión, trabaja para el gobierno, mientras su madre cuida de él y de su hermano John.
Su primera gran afición es la pintura, la cual ha ido desarrollando a lo largo de toda su vida, hasta exponer en algunas de las mejores galerías del mundo. Su obsesión en aquellos tiempos era dibujar armas, debido a que pervivía en su recuerdo la reciente conclusión de la segunda guerra mundial; aún así, sus padres le permiten abandonar la escuela para que se dedique íntegramente a seguir una vida artística. Cineasta de lo abstracto, polémico a la par que innovador, David Lynch es una de las mentes creadoras del cine más difíciles de definir.
Un crítico definió Cabeza borradora como la película de un pintor, y tal vez sea esa la clave de la originalidad y la importancia de la obra de David Lynch en el paisaje cinematográfico de los últimos veinticinco años. La mayor parte de directores contemporáneos son cinéfilos, su formación cultural se basa principalmente en el cine, y esto produce nuevas películas que son refritos, aunque muy bien cocinados algunas veces, de películas anteriores. A pesar de la maestría con la que directores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Bertrand Tavernier o muchos otros asimilan y sintetizan su enorme cultura cinéfila, el séptimo arte va convirtiéndose cada vez más en algo cerrado sobre sí mismo y en cierto sentido en un callejón sin salida donde la sorpresa y la originalidad desaparecen. Cuando irrumpe alguien como David Lynch, proveniente de otro mundo como es la pintura, y que es capaz a través de un excepcional talento de plasmar en sus películas las técnicas que usa en sus cuadros para crear ambientes y transmitir sensaciones, todo el mundo del cine se rejuvenece, y el espectador tiene la agradable y rarísima sensación de estar viendo algo nuevo que no le recuerda a nada de lo que ha visto antes.
Lynch no sólo es uno de los mejores cineastas de esta o de cualquier época, sino que es una figura imprescindible en el cine contemporáneo. La faceta como pintor de Lynch es bastante desconocida; él no suele hablar de ello por terror a ser considerado como un "famoso que pinta". Sin embargo él dibuja desde pequeño, desde mucho antes de pensar en dirigir películas, y ha seguido haciéndolo siempre. De hecho, la idea de hacer cine le vino cuando, al contemplar uno de sus cuadros, deseó que la pintura se pudiera mover; el resultado fue su primer cortometraje experimental, Seis hombres vomitando. Sus siguientes cortos, El alfabeto y La abuela, son pesadillas infantiles acerca del miedo a la educación y a una familia represora; no obstante, Lynch niega ningún punto autobiográfico en ellas y define su infancia como enormemente feliz. Pese a lo que se podría pensar viendo sus películas, él fue un chico popular y no un inadaptado en el pueblo de Montana donde creció, y a juzgar por lo que cuentan sus conocidos y por su forma de hablar en las entrevistas, es una persona de lo más tranquilo, amable y "normal": no es de extrañar que hayan llegado a definirlo como el James Stewart de Marte.
Cabeza borradora (1978)
Trasladado a Los Angeles, sede del American Film Institute
(AFI), donde le habían concedido una beca para llevar a cabo el cortometraje
La abuela, Lynch empieza a desarrollar el proyecto de un largometraje.
Llevado a cabo con la mayor precariedad de medios, el rodaje de Cabeza
borradora duró cinco largos años; en cierto momento el AFI interrumpió la
financiación de la película, y el director trabajaba durante el día en cualquier
cosa para poder pagarla y rodaba por las noches. Parecía imposible terminarla y
la tensión acabó rompiendo su matrimonio y minando la relación con sus padres;
está claro que este proyecto era algo muy personal y muy importante para su
autor: es su película más querida, guarda con el máximo celo todos los secretos
de su rodaje y se niega a dar ninguna clave para su interpretación. Cabeza
borradora es una pesadilla situada en un paisaje urbano industrial y
degradado, que refleja el miedo que la ciudad inspira a un chico de campo como
David Lynch. Lo atemorizante del exterior se acentúa por la inocencia de Henry,
el personaje principal, cuyo delirante peinado, similar al de la novia de
Frankenstein, contrasta con su apariencia de chico bueno y amable con chaqueta y
corbata. Henry parece encontrarse cómodo en la habitación en la que vive a pesar
de la presencia de una extraña mujer con la cara deformada que canta y que
habita en su radiador; la primera de una larga lista de freaks con
defectos físicos que son la característica más famosa del cine de Lynch. Pero la
estabilidad del protagonista se enturbia cuando su novia se queda embarazada y
da a luz un monstruoso bebé no humano, una escalofriante plasmación de la
paternidad no deseada. En su primer largometraje, el mundo de David Lynch queda
ya totalmente definido; el uso magistral del sonido, tanto de las palabras como
de la música como de los ruidos, casi sin parangón con ningún otro director, la
creación de una atmósfera en total consonancia con el estado emocional en el que
se encuentra el personaje, y la total integración de lo onírico y de lo absurdo
en ese universo cerrado, supusieron toda una revelación en la que se dan la mano
el género fantástico, el cine experimental y el psicoanálisis; en este caso con
el añadido de ser estéticamente la película más oscura, opresiva y difícil de
ver de todas las de Lynch. Una obra de culto y también una obra maestra.
El hombre elefante (1980)
Cabeza borradora se convirtió en un éxito de las sesiones
de madrugada que acabó llegando a oídos de gente de Hollywood. Naturalmente, la
mayoría de productores se quedaban horrorizados ante la película, pero a Mel
Brooks, el famoso cómico director de El jovencito Frankenstein, le
encantó hasta el punto de aceptar el proyecto que Lynch estaba intentando mover
por los estudios, El hombre elefante. Se trataba de la historia real de
John Merrick, un hombre con grandes deformidades en su rostro que era explotado
como fenómeno de circo en la Inglaterra victoriana hasta que un médico lo acogió
en su hospital y lo introdujo en sociedad. Un producto de cine de época de
qualité con un excelente reparto de intérpretes británicos (John Hurt,
Anthony Hopkins y John Gielguld) que consiguió ser candidato a ocho Oscars,
incluyendo mejor película, director, actor protagonista y guión adaptado; no
obstante, la sobria fotografía en blanco y negro y la frialdad de la cámara de
Lynch lo alejan por completo del sentimentalismo o de los tintes melodramáticos
habituales en las películas oscarizables sobre personajes con defectos
físicos. Además el toque del director se dejó notar en secuencias oníricas al
principio y a la mitad del film, y en un final chocante y hermoso aunque un
tanto incongruente con el tono de la película. Sólo el apoyo casi incondicional
de Mel Brooks puede explicar que Hollywood dejara un proyecto de estas
características al cargo de un director debutante en el cine comercial, y que
además le consintiera imprimir su sello en varias escenas. El hombre
elefante supuso todo un comodín que le salvó el cuello a Lynch permitiéndole
conservar algún prestigio tras el fiasco comercial de Dune, y que está
ahí para chinchar a sus detractores recordándoles que, si le interesara, nuestro
hombre podría dirigir, y muy bien, cine al estilo clásico.
Dune (1984)
Tras el éxito y la nominación al Oscar, las llamadas de los
grandes estudios no pararon. Curiosamente una de ellas era de George Lucas, que
buscaba director para El retorno del Jedi; al final fue el productor Dino
de Laurentis el que convenció a Lynch para rodar un film de gran presupuesto
para todos los públicos inspirado en la primera parte de la saga de novelas de
ciencia-ficción Dune. La puesta en marcha del proyecto llevó tres años y
fue un auténtico infierno para el director; el metraje estaba limitado por
contrato a dos horas y diecisiete minutos, y Lynch no tuvo control sobre el
montaje final, en el que buena parte del material que había seleccionado fue
suprimido o reducido a su mínima expresión. El director no las tuvo todas
consigo, ya que la novela precisaba un tratamiento
complejo (su autor la definió como una obra al mismo tiempo política, económica,
social y religiosa). Aunque lejos de la perfección, Dune es un trabajo
estimable y marcadamente personal, que el profano en esta saga quizás comprenda
de manera fragmentaria e intuitiva. Su problema es la saturación de personajes y
tramas, y de ello derivan ciertas lagunas en el desarrollo de la historia y un
ritmo confuso, dada la discontinuidad en algunas situaciones. Pero precisamente
ante estos defectos aparece la varita mágica del cineasta, que sabe dotar a las
imágenes de un poder absorbente y enigmático, al sacar provecho a una
iconografía muy particular dentro de un género que en aquella época solía tender
a la estandarización. Es esa doble naturaleza, entre lo experimental y lo
fácilmente reconocible, la que hace de Dune una mastodóntica
excentricidad situada en tierra de nadie. La densidad y el carácter críptico del
film resultaron excesivos para el gran público de la época, y el resultado fue
un desastre comercial.
Terciopelo azul (1986)
Increíblemente, el batacazo de Dune no puso punto final
a las relaciones entre Lynch y Dino de Laurentis. Este último aceptó producirle
otra película y darle control sobre el montaje final siempre y cuando se
atuviera a un presupuesto reducido. De esta forma Lynch pudo volver al cine
personal, retomar en cierta medida el estilo y el universo de Cabeza
borradora, y hacer su segunda obra maestra. El comienzo de Terciopelo
azul resume a la perfección la película y todo el cine de su director: la
cámara recorre una calle de confortables viviendas familiares de clase media en
un apacible pueblo americano, en un día soleado mientras suena la balada Blue
velvet de Bobby Vinton. A continuación se va adentrando en la hierba de uno
de los jardines y aparece en ella una oreja humana cortada, la música se atenúa
y se sustituye por un ruido inquietante: bajo lo hermoso se esconde lo horrible.
La oreja es encontrada por Jeffrey (Kyle MacLachlan), un muchacho del pueblo, y
significará el comienzo de un descenso a los infiernos; como un héroe de la
mitología, Jeffrey tendrá que moverse a caballo entre la luz, donde se encuentra
su novia Sandy (Laura Dern), y las tinieblas, donde el demente Frank (Dennis
Hopper) atormenta a la masoquista Dorothy (Isabella Rossellini). Sin embargo la
luz y la oscuridad, el bien y el mal, están íntimamente relacionados, como
prueba el hecho de que sea Sandy quien da a Jeffrey las pistas que lo conducen
hasta Frank y Dorothy; sin pasar por el trance de enfrentarse a las tinieblas y
combatirlas no se puede alcanzar la luz ni oír cantar a los petirrojos en el
bellísimo final de la película. Como dice Sandy en la última secuencia, es un
mundo extraño, ¿verdad?. Terciopelo azul fue un oasis en el bastante
desértico panorama cinematográfico de los años ochenta; es una obra personal y
difícil pero, especialmente al comienzo, tiene un cierto envoltorio de cine
negro: después de todo es una muy peculiar investigación sobre un secuestro.
Aunque la atmósfera vaya enrareciéndose por momentos hasta acabar en el más
típico surrealismo lynchiano, el film es mucho más asimilable y menos hermético
que Cabeza borradora, Carretera perdida o Mulholland drive. De ahí
que Blue velvet sacara a Lynch del ghetto de los directores de culto y lo
empezara a colocar en los altares del cine de autor.
Twin Peaks (1989)
Resulta extraño que un director tan peculiar y anticomercial
acabara haciendo un proyecto para la televisión, sin embargo la idea de contar
un relato muy largo en episodios le atraía, y contaba con la colaboración de
Mark Frost, que le ayudó a escribir y dirigió muchos capítulos de la serie.
Twin Peaks era casi una prolongación de Terciopelo azul; un pueblo
tranquilo de la América profunda, una investigación policial, estética de los
años cincuenta, el mismo protagonista (Kyle MacLachlan), y la música del mismo
compositor, el genial Angelo Badalamenti, una pieza clave del universo Lynch
desde entonces.Pero, también como en Terciopelo azul, un acontecimiento
macabro, la muerte de Laura Palmer, iba sacando paulatinamente a la luz las
aguas turbias existentes bajo la superficie tranquila de Twin Peaks. La galería
de freaks que vivían en el pueblo venía a ser como una especie de versión
surreal, irónica y negra de los culebrones televisivos de los años ochenta. En
su excelente primera etapa formada por un capítulo piloto de hora y media y
siete de cuarenta y cinco minutos, la serie alternaba otra vez la luz y la
oscuridad, los momentos más tiernos del amor inocente entre el antiguo novio y
la mejor amiga de Laura Palmer, con las revelaciones más oscuras sobre la
prostitución y los negocios ilegales que se llevaban a cabo en el pueblo.La
insólita simbiosis lograda entre el universo de Lynch y el formato televisivo
dio origen a todo un fenómeno sociológico bastante inexplicable, sobre todo
comparado con lo desolador del panorama actual en la pequeña pantalla.
Corazón salvaje (1990)
Esta
fiebre Lynch se redondea con el triunfo de Corazón salvaje, su
siguiente film, en el festival de Cannes de 1990, donde obtiene el máximo
premio, la Palma de Oro. La adaptación de una de las novelas favoritas del
director, obra de Barry Gifford, parece una especie de divertimento o de relax
después de obras introspectivas y tensas de secretos ocultos, dobles vidas y
deseos reprimidos como Terciopelo azul o Twin Peaks. Corazón
salvaje es todo lo contrario, una historia vitalista y alocada, la película
más barroca de su autor. Personajes caricaturescos y exagerados y situaciones
absurdas hasta el extremo, casi una parodia del cine anterior de Lynch.
Interesante, pero sin duda una obra menor en su filmografía.No obstante, todo
este éxito inesperado se cobró un precio muy alto y las vacas flacas llegaron
pronto. La puesta a punto de Corazón salvaje hizo que Lynch prestara poca
atención a la segunda temporada de Twin Peaks. La calidad de la serie
cayó en picado a la vez que su audiencia, hasta que fue cancelada después del
capítulo 29 para gran disgusto de su creador. Para sacarse la espinita, decidió
profundizar más en el tema con una película que contaría los hechos
transcurridos antes del asesinato de Laura Palmer. Sin embargo nadie se esperaba
algo tan poco comercial y siniestro como Twin Peaks fuego camina conmigo,
una angustiosa indagación en la pesadilla vivida por Laura antes de su muerte,
que sustituía el equilibrio entre luces y sombras que había en la serie de
televisión por un viaje a las más profundas tinieblas. Aunque Twin Peaks fuego
camina conmigo no aportaba demasiado sino que más bien insistía en puntos
que ya habían sido tratados de forma más sutil en la serie, es imposible
justificar el salvaje abucheo recibido por la película en el festival de Cannes
de 1992; solamente dos años antes Lynch era el rey de la intelectualidad, ahora
se le consideraba acabado hasta el punto de que su film ni siquiera consiguió
estrenarse en muchos países, entre ellos España.
Carretera perdida (1997)
El fiasco de Twin Peaks fuego camina conmigo provocó una travesía en
el desierto de ideas que nadie se atrevió a financiar. Hasta 1995, año en el que
Lynch escribe un guión con Barry Gifford (el escritor de Corazón salvaje)
vagamente inspirado en la novela Gente nocturna de este último, y la
productora francesa Ciby 2000, que ha financiado todas sus últimas películas, le
da el visto bueno al proyecto.Carretera perdida, la tercera obra maestra
de Lynch, es una vuelta de tuerca más al universo de Cabeza borradora. Un
nuevo viaje a las pesadillas de una mente que está perdiendo todo el contacto
con la realidad; sin embargo su estética es agradable, los escenarios no son los
angustiosos suburbios de una ciudad industrial, sino un confortable barrio
residencial de Los Angeles, y el experimento es más ambicioso que el de
Eraserhead: después del primer tercio del metraje, el film vuelve a
comenzar en otro lugar con otros personajes después de que el protagonista, Fred
(Bill Pullman), haya sufrido lo que el director denominó una fuga psicogénica e
inicie una nueva vida en el cuerpo del actor Balthazar Getty. Un compendio de
todo el cine de Lynch: la creación, como en Cabeza borradora, del
universo hermético, denso y terrorífico de un personaje en la primera parte del
film, y en la segunda la reaparición paulatina de este infierno en un pequeño
pueblo con personajes inquietantes llenos de claves psicoanalíticas, como en
Terciopelo azul. Todo ello hilado con la maestría narrativa de un autor
con veinte años de profesión a sus espaldas: probablemente la mejor película de
David Lynch.
Una historia verdadera (1999)
Carretera perdida satisfizo plenamente a un público reducido formado por los auténticos fans del director, pero era una obra demasiado hermética para sacarle del ostracismo de los años anteriores: no fue un éxito de crítica ni ganó premios, y naturalmente tampoco resultó nada comercial. Por ello fue muy oportuno llevar a cabo a continuación un film mucho más sencillo que le devolviera su prestigio. Para ello tuvo la ayuda de un experto en el tema, el productor francés Alain Sarde, responsable de los films de Bertrand Tavernier, André Téchiné o el desaparecido Claude Sautet entre otros, alguien que sabe muy bien lo que el público de los circuitos cinéfilos quiere ver y lo que considera bueno. La historia real de un campesino que recorrió una gran distancia en un vehículo tan inusual como una cortadora de césped para encontrarse con su hermano parecía ideal como punto de partida para una obra de Lynch, y así nació The Straight story, título que juega con el doble sentido de straight, que es el apellido del protagonista pero que también significa recto, toda una declaración de que esta película no iba a seguir los derroteros de otras de su autor. Una historia verdadera, como se llamó en España, es tal vez el film más impersonal y desdibujado de Lynch; la frialdad de su estilo se revela inadecuada para un relato que debería resultar humano y emotivo pero que deja una sensación de indiferencia y de producto de diseño. Sin embargo los críticos se deshicieron en alabanzas y el público intelectual volvió a apuntar al director en su lista de favoritos.
Mulholland drive (2001)
La última obra de Lynch iba a
ser el capítulo piloto de una serie de televisión, pero si el director pensaba
que algo así colaría en la pequeña pantalla, desde luego pecó de ingenuo.
Mulholland drive es una nueva pesadilla en la línea de Carretera
perdida; probablemente su origen televisivo sea la causa de que en lugar de
los fantasmas de un solo protagonista esquizofrénico la película explore un
universo que se dispersa en una galería de personajes a los que lazos muy
débiles y poco claros unen con las dos chicas que más o menos son los caracteres
principales. La relación entre las subtramas del film es mucho más enigmática
que en ningún otro título de Lynch: probablemente la idea original fuera hilar
las historias a lo largo de los capítulos posteriores de la serie; los episodios
que no habrá se sustituyen por un largo epílogo donde supuestamente se dan las
claves para interpretar lo anterior, aunque en realidad esta vuelta de tuerca
plantea muchas más preguntas de las que responde. El contraste entre el candor y
la inocencia de la chica de pueblo que llega a Hollywood y el mundo oscuro y
amenazador que la irá absorbiendo enlaza el film con Terciopelo azul;
también el uso del sonido, el tono hipnótico y lento en el que hablan los
actores, la atmósfera sensual, la presencia continua, a la vez deseada e
inquietante, del erotismo y del sexo, y los estallidos inesperados de violencia
convierten a Mulholland drive en un título cien por cien David Lynch. Sin
embargo sorprendentemente el hecho de que sea una película fascinante pero
imposible de describir no ha impedido esta vez una lluvia de premios, de
reconocimientos, y hasta una distribución masiva (probablemente inadecuada)
similar a la de un producto comercial de Hollywood. ¿Es Lynch ya un nombre
consagrado cuyas rarezas son consentidas y asimiladas, o sólo estamos en una
nueva fase del péndulo y le espera otra vuelta al ostracismo a continuación? En
cualquier caso probablemente no le va a faltar financiación ni público para su
próximo proyecto, y esa es una gran noticia.
Mientras el cine local cultivaba el realismo, apareció en cartelera El camino de los sueños (de aquí en adelante, Pasaje Mulholland, traducción más conveniente), una película hostil a las estéticas confianzudas. El hecho es fortuito pero no insignificante, porque reedita una antigua oposición que el cine hizo propia: el registro de la imagen transparente e inmediata, por un lado, y la tecnología de la imaginación, que remite a sí misma y su actividad mediadora, por el otro. En esta segunda línea, que no es tanto la negación como la complejización de la primera, se inscribe el cine de Lynch y, especialmente, Pasaje Mulholland. Lo sugieren la autorreferencialidad, las numerosas citas, el tono de variación y de reescritura predominante. Sin embargo, parte de la crítica difundió un equívoco: tendiendo a ver el film como el caso clínico de Diana Selwyn, lo puso en el campo estético que ostensiblemente vulnera. A esa crítica, empeñada en recurrir a la jerga de la salud mental, le interesó sobre todo que el relato de la primera parte, hasta la apertura de la caja azul, fuera una fantasía cuyo sentido se determina por la segunda, la frustada realidad en Hollywood. Una intepretación que limita a rearmar el rompecabezas que compuso y desordenó un cineasta travieso. Poco importa destacar el conservadurismo de esta lectura que niega autonomía al relato de la fantasía; más urgente es indicar su desacuerdo con las ideas y el estilo de Lynch. Opino, no obstante, que la interpretación psicológica fue fomentada por él mismo; su película genera un misterio y parece resolverlo al final con esa clave. Pero también hay trampas que la vuelven pueril o inútil. Sólo que el realismo ama con ceguera su mundo tapizado y no las ve. La génesis de la película, sobre la cual Lynch quiso arrojar un manto de misterio, tuvo un papel central en el resultado. Una buena manera de rectificar el equívoco es dar una explicación de cómo el cine de Lynch acata el siguiente postulado de Artaud: "si el cine no está hecho para traducir los sueños o todo aquello que en la vida conciente se emparenta con los sueños, no existe." Pasaje Mulholland es el pretexto ideal. Después de todo, es la primer película de Lynch en la que el cine se convierte, de forma explícita, en tema.
Nadie negará que el discurso psicológico de
Pasaje Mulholland es anacrónico y moral. Una mujer manda matar a su amante,
también mujer, porque no puede tolerar su traición y su éxito. Atormentada por
la culpa, imagina entonces que las cosas fueron felices y brillantes. Pero la
realidad es más tenaz que la fantasía e irrumpe para regresarla por un sendero
misterioso a un inevitable destino de autodestrucción. Este esquema es moral
está más cerca de una tragedia isabelina que de la teoría freudiana. La
transgresión de una ley que sostiene el orden cósmico desata el castigo sobre el
héroe y la ley, de hecho, se hace visible por intermedio del castigo. Late allí
la idea del sentimiento de culpa. La experiencia nunca es inocente y esto sólo
se conoce en los efectos de la acción transgresora, en la conciencia del pecado.
La escena en la cual unos ancianos minúsculos irrumpen en el departamento de
Diana cumple el esquema según el protocolo: espectros, furias, espíritus del más
allá atormentan al que ha excedido sus facultades, objetivando en esa imagen la
pena de su falta. La Diana que corre perseguida por los ancianos -crecidos ahora
desproporcionadamente- y que acaba por volarse la cabeza en la sórdida
habitación de Sierra Bonita, pertenece a la familia del Orestes que escapa de
las Erinias por haber matado a mamá. Estructuras morales de este tipo, que
algunos llamarían míticas, son recurrentes en Lynch. Lost Highway (1997) también
fundamenta su forma, el desdoblamiento, en un dolor moral; también repone
ciertas costumbres trágicas. Un nuevo Otelo sospecha que su mujer lo engaña y
que le oculta un pasado vergonzoso; luego de asesinarla, su imaginación inventa
otra identidad automáticamente; pero la máscara termina por caer y las dos
identidades se funden en una sola.
La legendaria Eraserhead (1976), una suerte de matriz de toda la obra lyncheana, no es muy distinta en ese aspecto. La transformación de la cabeza de Henry en goma de borrar es un intento onírico por anular su culpa, representada por el gusano oculto en la pared y por el bebé enfermo. Las dos películas, como Pasaje Mulholland, son relatos de condena: la redención siempre es momentánea en ellos, una ilusión que hace más estrepitosa la caída. Pero también películas de redención, como Blue Velvet (1986), Wild at Heart (1990) o Straight Story (1999), donde el héroe pasa con éxito las pruebas que obstaculizan su camino, están apoyadas en esa misma estructura moral. En todos los casos, la imaginación no es el retiro del sujeto a un mundo cerrado sino una actividad ansiosa que busca una ética en un territorio inestable. Un protestantismo que ha perdido la cruz. Y el cine, como un amanuense, registra todo lo que surge de esa actividad.
De no comprender que la imaginación
cinematográfica tiene en Lynch esta doble naturaleza, moral en su estructura,
estética e imaginaria en su devenir, surgen muchas confusiones. Se suele decir,
por ejemplo, que la perversión y los temas escabrosos de su cine son producto de
una fascinación mórbida por las zonas oscuras. Puede ser, pero se olvida -acaso
en favor de una estrategia de marketing- que es el contraste lo que prima en el
conjunto. Además, para Lynch, la forma de la imaginación moral tiene su propia
belleza en la articulación dinámica de los contrarios, en la tensión móvil de
una lucha. "Todos tenemos dos caras... Nuestro viaje por la vida consiste en
obtener una mente divina a través del conocimiento y la experiencia de los
opuestos combinados," le dijo Lynch a Chris Rodley. Y cuando éste le pregunto si
los opuestos podían ser identificados con el bien y el mal, balbuceó: "Bueno,
tiene que ser así. No sé por qué [se ríe], pero, eh, mmm... No sé muy bien qué
decir a eso, Chris. Son simplemente opuestos, ¿entendés?, y punto. Y eso
significa que hay algo en el medio. Y el medio no es un compromiso, es, digamos,
el poder de los dos". El medio entre los contrarios morales es el lugar del cine
de Lynch. "De esto se trata el cine: extremos, contrastes. El cine puede ser un
excelente lugar para estudiar la condición humana." La forma en que se expresa
esa tensión es el deslizamiento, una búsqueda que da forma a todo lo que entra
en su ámbito de influencia. Por eso es habitual que sus films avancen con la
lógica de la invasión, la curiosidad o la amenaza. Todas son figuras de esa
poderosa tensión que emana del medio. Los villanos, los clanes secretos y
omnipotentes, están allí para cercar o tentar al héroe que vaga, simplísimo,
tratando de descifrar lo que ocurre alrededor. Pero la vida de esos monstruos
viene determinada por el propio temor del héroe, que los convoca y alimenta.
En este sentido, Lynch parece ser el reciente eslabón de una estirpe moderna que vio en la crisis de la imaginación moral una fuente de renovación estética. Entre sus antepasados literarios de más renombre se encuentran Edgar Poe y Franz Kafka. Poe vio que los conflictos morales presentaban un desafío a las convenciones narrativas. Sus narradores construyen relatos fantásticos sobre sus propias vidas y el lector sospecha que está leyendo el trabajo de la imaginación moral, el poderoso juego entre la acción y la culpa. Está ese hombre, por ejemplo, que cuenta que toda su vida fue perseguido por otro igual a él, de su mismo nombre y apellido. Irrumpía cuando él estaba por cometer algún acto ilícito frustrando la consumación de sus deseos. Finalmente, el narrador acabó por matarlo, pero con él, se mató sí mismo. Está también aquel otro que cuenta que lo atormentaba el ojo de un viejo, hasta que un día también lo mató y decidió sepultarlo bajo el piso de la casa. Cuando llegó la policía, el hombre creyó escuchar el latido del corazón del viejo y confesó dónde estaba el cadáver. "¡Ahí, ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!" En estos y otros casos, la narración existe para paliar un hecho intolerable. Alguien que ha cedido a sus más profundos impulsos, a lo que Poe llama "el espíritu de la perversidad", siente que la culpa lo corroe y tiene la necesidad de publicarla para deshacerse de ella; pero no puede hacerlo directamente porque el orgullo se lo impide y fragua una historia simbólica que recombina los hechos en un orden fantástico. Esto, al menos, es lo que intuye el lector, pero nunca puede confirmarlo, porque su única evidencia es el testimonio del narrador. De este modo, los estados críticos de la conciencia dan pie a una nueva poética narrativa. La condición delirante determina una nueva forma de ficción. Por ello, la literatura de Poe puede ser vista como una interpretación literaria de la crisis moral de la época; la ausencia de un punto de vista objetivo es el correlato del debilitamiento de las certezas morales; la perduración de una lógica de la culpa es el índice de que el hombre no puede escapar tan fácilmente a los dictados de su corazón. En este escenario simbólico, la distinción entre la fantasía y la realidad pierde nitidez, porque ambos planos aparecen entretejidos en una única y vacilante experiencia humana.
Los sueños. Otros escritores del siglo XIX, como E. T. A. Hoffman o S. T. Coleridge, leídos por Poe, explotaron los mismos temas y pertenecen a su estirpe. Pero Poe tiene un rasgo adicional que lo emparenta con Lynch: siendo norteamericano, mantuvo una relación paradójica con los valores de su cultura. Para los norteamericanos fue un europeo decadente; para los europeos, un norteamericano provocador. Kafka también innovó en el campo de la imaginación moral. Se lo ha vinculado con Lynch por un proyecto para filmar La metamorfosis. Pero el punto de encuentro no es temático sino técnico. Kafka logró una prosa que diluye toda distinción entre sujeto y objeto, entre interior y exterior. Una de las fuentes de su hallazgo fue el registro de los sueños. En sus diarios abundan anotaciones en que las imágenes se van encadenando naturalmente, sin escándalo. Sus novelas, El proceso, El castillo, nos hacen seguir a un héroe por un espacio que parece emerger al tiempo que lo recorre. Esta anulación de la perspectiva está ratificada por el hecho de que algunos textos, escritos originalmente en primera persona, a la manera de Poe, pudieron pasar a la tercera, ganando en eficacia y quebrando la barrera entre el mundo objetivo y la subjetividad.
Poe no llegó a ver el cine. Kafka lo repudiaba, pero su propia técnica narrativa no puede ser más afin con la nueva tecnología de la imagen. El punto de vista de una cámara es equiparable al de la tercera persona que, al mismo tiempo, es un yo, como en los sueños. La cámara, por naturaleza, es la tecnología del doble. Resulta más complejo fijar la imagen a una sola perspectiva que dejar que los ángulos proliferen. Dominados por las convenciones clásicas, ya no vemos en las películas el esfuerzo por montar un espacio continuo y una visión única, a menos que nos lo propongamos o que el director lo señale con su dedo. ¿A quién atormenta la múltiplicación de miradas? Sólo vemos el espacio y nos hundimos en él crédulamente, porque nuestra imaginación se acostumbró a armar escenas con un puñado de señaladores y porque ya no nos estorba, nos gusta, asumir la posición de voyeurs.
Lynch pone en vilo esa costumbre sin abandonarla. Hace, de algún modo, lo que Kafka hizo en la prosa, pero en la retórica del cine. La violenta y la desvía desde adentro, no por capricho, ni por convicciones ideológicas explícitas, sino para buscar la pureza, la forma más desnuda del cine, la que Mallarmé llamaría "esencial". Su lenguaje cinematográfico es la confluencia de una tecnología y un estilo capaz de reproducir la compleja experiencia de la imaginación en un mundo de signos opacos. La imaginación, facultad de producir, mover y encadenar las imágenes, espacializa y dibuja un mundo, opera cartográficamente, y el cine puede asistir a ese proceso, porque funciona por los mismos principios. En esta creencia reside el poder y la limitación de su poética. Los héroes de Lynch, que poseen las imágenes, los valores y los sentimientos de la cultura norteamericana, viajan en un mundo de opuestos. Sea su resultado la condena o la redención, el viaje siempre atenta contra la estabilidad de los valores y suspende la confianza en la realidad de las imágenes, dejando en pie, solamente, la extrañada pero irrevocable percepción sentimental.
Todos los héroes son hombres, y los personajes femeninos representan un polo deseado con respecto al cual ellos deben definirse. Pasaje Mulholland es el primer caso que contraviene esa norma, aunque más por anular toda sospecha de identificación que por realizar un verdadero cambio estético. Un héroe masculino en Hollywood debería ser escritor o director. La primera es una opción ya tomada por Sunset Boulevard y Barton Fink. La segunda cae muy cerca de su experiencia personal. Un mujer, en cambio, debe ser actriz, debe querer ser Rita Hayworth, Marylin Monroe, Greta Garbo, o algun otro mito de Hollywood, y eso alivia al director en virtud de la distancia que le otorga. Adam Kesher, el director de Pasaje Mulholland, es una figura importante pero lateral, un personaje de comedia que se disuelve en el espacio imaginario de Diana. Y que el deseo de ella se dirija a otra mujer, la misma que se compromete con Kesher, es un detalle significativo. Nada lésbico hay en su pasión por Camila. Es otra cosa, vampirismo, metáfora de identificación, cita... La escena sexual entre ambas parece un rito para consagrar la ambigüedad del deseo antes que una relación lésbica. En última instancia, que la primer mujer protagonista de una película de Lynch ame a otra mujer confirma que Pasaje Mulholland no se aparta de las estructuras habituales del director. Aunque Lynch pretenda que imagina por sintonización, como si las cosas vinieran de "otra parte" , cuando se introduce en ese mundo de ensueño en que dice trabajar, compromete su primera persona. La distancia que le proporcionan los elementos superficiales de los héroes funciona como coartada para ser más plenamente él mismo en cada uno de ellos. Lynch podría bien exclamar, con Flaubert, "Diana Selwyn soy yo".
Lo que da continuidad al viaje es la ilusión de habitan un espacio muy particular. No es ni una metáfora subjetiva ni el mundo objetivo del realismo. Es un espacio, análogo al de los sueños, en que tal división se desvanece. Está representado magníficamente por las recurrentes cabezas de Lynch. Son cabezas-barrio, locaciones en que se emplazan los films, teatros imaginarios. El procedimiento fundacional de este enlace es la sobreimpresión de la cabeza de Henry Spencer sobre el planeta al comienzo de Eraserhead. De manera similar cabe ver la oreja de Blue Velvet, por la que penetramos al ambiente de Dorothy Vallens. Y si en Pasaje Mulholland no hay una cabeza tan significativa como la de Henry, Diana se pega un tiro en la suya y la cámara, al comenzar, se hunde en la almohada sobre la que descansa. La definición que dio Lynch de Pasaje Mulholland, si bien rudimentaria, se adapta con exactitud a esta concepción: "Una historia de amor en la ciudad de los sueños". La denominación común de Hollywood, "ciudad de los sueños", se convierte en la descripción-slogan de un mundo y una lógica peculiares. Allí transcurre la historia: literalmente, en una ciudad que es también la imaginación del héroe, que es también la imaginación de Hollywood, que es también la imaginación de Lynch.
Se ha emparentado a Lynch con cineastas europeos, como Fellini, Tati o Bergman, que él mismo confiesa admirar, pero está más próximo a los europeos exiliados que consolidaron la lengua de Hollywood, como Douglas Sirk o Billy Wilder. Trabajando desde el género, camuflados en los valores del sueño y la pesadilla americanas, llevaron el cine a reconocer su radical carácter ficticio. Lynch, en todo caso, da un paso más allá, parte de la frontera a la que llegaron Wilder y Sirk y se va por lo abstracto. Sunset Boulevard, la tan famosa película de Wilder, citada en Pasaje Mulholland, es una referencia permanente de Lynch. Antes de filmar Cabeza borradora, proyectaba a todos la película. Rodley le preguntó por qué. "Está entre mis cinco favoritas", le respondió, "pero no había nada particular en ella que se relacionara con Cabeza borradora. Era solo una experiencia en blanco y negro con un cierto ambiente." En Pasaje Mulholland no hay uno sino varios elementos particulares que remiten a Sunset Boulevard, además del ambiente. El más superficial es Hollywood y su mundo de cámaras y decorados. El más interesante, la vinculación de la autobiografía de un cadáver a un camino famoso. Si se piensa que en este aspecto Pasaje Mulholland es una reescritura de la película de Wilder muchas cosas se perciben bajo una nueva y esclarecedora luz. Al igual que en Sunset Boulevard, en Pasaje Mulholland, "no hay banda", porque la fuente de todas las imágenes está muerta. Joe Gillies es el antecesor directo de Diana Selwyn. Pero Diana no cuenta su historia, la imagina. Es el paso de la primera a la tercera persona que mencionamos antes. Después de todo, Gillies es un autor, escribe sus historias, y Diana, en cambio, las pone en acto, las actúa. Alguien destacó la paradoja de que el sueño conduzca a la soñadora a ver su cadáver en descomposición. ¿Es un cadáver soñando que es un cadáver? ¿Es un sueño premonitorio? ¿Es un error de la película? Nada de eso. La paradoja está indicando que la lógica discursiva del lenguaje verbal no permite experimentar esos films. Es inútil querer localizar el presunto sueño de Diana en algún momento de su vida anímica, como es inútil, también, querer buscar la boca por la que Gillies nos cuenta su historia: las películas se desarrollan, misteriosa pero simplemente, en el espacio de la imaginación. El episodio en el Club Silencio, un tabique que articula "sueño" y "realidad", lo dice claramente.
Rememoremos: Camila se despierta en trance, repitiendo la palabra "¡silencio!", y conduce a Betty a un teatro nocturno de ese nombre. El espectáculo que ven es sencillo: un hombre insiste en que "no hay banda". Los sonidos que se escuchan no son producidos por los actores en escena; están grabados, son una mezcla de tecnología y percepción. El climax se alcanza con Rebekah del Río. Ese es el nombre real de la cantante fuera de la película y es su voz la que escuchamos entonar "Crying", de Roy Orbison, en versión española. Betty y Rita, que ya han sido advertidas, como nosotros, de que no hay banda, lloran cuando la escuchan, como si "Llorando" fuera una descripción literal de sus sentimientos. De pronto, Rebekah se desploma en el escenario y es retirada a la rastra. Pero la música no deja de sonar; es una grabación. Luego de eso, la caja azul en la cartera, Rita que la abre en casa de tía Ruth, el pasaje a la "realidad"... El paréntesis que se abrió con el despertar de Camila se cierra, finalmente, con el despertar de Diana: "hermosa, es hora de despertarse", le dice el vaquero. Frente a este episodio, el espectador tiene tres alternativas: no buscarle explicación, explicarlo como si fuera otro producto de la psicología de Diana, verlo como un momento de reflexividad del film. La opción menos interesante es la segunda. La primera y la tercera no son excluyentes. La reflexividad no es una forma de explicación sino un momento de autoconciencia e ironía, un reflejo. Lo es con respecto a Diana, a la película y al cine. El Club pone en escena una lógica, subraya un comportamiento, elevando un punto el grado de abstracción formal. Y al hacerlo, porque la reflexividad no tiene límites, se vuelve afirmación estética . "No hay banda" es, en rigor, una reescritura de aquel párrafo de Gloria Swanson en Sunset Boulevard: "No existe nada más. Sólo nosotros, y las cámaras, y esa gente maravillosa allí afuera, en la noche". Además, no es la primera vez que la película termina con la palabra "silencio". El club existe desde antes. En Mepris, de Godard, Fritz Lang, que se representa a sí mismo subyugado por un productor estdounidense, tiene la última palabra: "¡Silencio!", dice, porque hay que empezar el rodaje.
Twin Peaks es la prueba del interés de Lynch por el medio televisivo. Con una lógica de amplificación y retorno, la serie es el formato ideal para su estética. Hasta es ventajoso que el público de t.v. esté acostumbrado a la lectura ingenua, porque el estilo de Lynch cuenta con ello para poder generar desvíos y violencias formales. Pasaje Mulholland fue primero un piloto para una serie, como Twin Peaks. La chispa original brotó poco después de la película Fire, walk with me (1992), que ponía un cierre cinematográfico a la rara investigación sobre el asesinato de Laura Palmer. "La televisión me tentó de nuevo porque tenía muchas ganas de contar una historia continua por la que te vas metiendo en un mundo cada vez más hondo hasta perderte en él. Un piloto tiene final abierto y, cuando lo terminás, sentís que todos esos hilos tienden al infinito, lo cual, para mí, es algo hermoso. Es como un cuerpo sin cabeza.". Este cuerpo decapitado, que costó unos 8 millones de dólares, desarrollaba en dos horas casi toda la historia de Betty y Rita, un largo fragmento de lo que en el cine corresponde a la primera parte, con algunas leves diferencias solamente. Sin embargo, no convenció a los ejecutivos de ABC. Algunos suponen que ejerció una mala influencia la masacre de Littleton, cuando dos adolescentes de esa localidad irrumpieron con armas en la escuela, mataron un grupo de compañeros y se suicidaron. Después de este hecho, la consigna fue disminuir la violencia mediática y el piloto, evidentemente, no la cumplía. Lynch es más directo y dice que en ABC "lo detestaron". De cualquier modo, Pasaje Mulholland tuvo que reposar hasta que Pierre Edelmann lo vio y creyó que valía la pena adaptarla al cine. Edelmann hizo de puente con CanalPlus, que desembolsó otros siete millones, y Lynch pudo agregar el final y hacer una nueva pasada de posproducción.
En general, las modificaciones a lo ya filmado para el piloto, son menores pero acertadas . Cuando "Rita" desciende por entre los arbustos, luego del accidente, un coyote le salía al paso. "Se agazapa y le salta encima. La mujer grita y le pega al animal con su cartera. El coyote retrocede, agazapado. La mujer pierde el control y corre en dirección al coyote, que sale huyendo." Esta secuencia, cargada de adrenalina, acentúaba el trastorno de la mujer innecesaria y burdamente, rompiendo la calma del inquietante sonambulismo que la lleva hasta Hollywood. Otro cambio menor pero oportuno es el nombre del café: el Winkie's de la película era Denny's en el piloto. Un guiño demasiado directo, ya que "denny", en inglés, significa "negar", y en el corto espacio de la película es decir mucho. "Winkie's" no significa nada, pero está curiosamente cerca del verbo "wink", que significa "parpadear" o "guiñar un ojo", elección más propicia a la tramposa lógica del film. También está depurada la escena con el cowboy, y suprimidas algunas otras. Pero la diferencia más importante, sin embargo, no son esas leves modificaciones sino el material nuevo, que rediseña toda la economía del film. Lynch recuerda el momento en que lo halló como una epifanía. "Pasé un par de semanas con pánico porque no tenía ideas para el final. Pero una noche, sentado en mi silla, las ideas se desenrrollaron como un hilo y conocí una forma de hacerlo. Fue una hermosa noche". La escena amorosa, el Club Silencio y la segunda historia, que convierte a la primera en fantasía, son las hebras de ese hilo final, por supuesto. Pero no todos lo celebraron tanto como Lynch. Algunos juzgaron que malogra la película, y tal vez el lector acuerde con ellos. Lo paradójico es que lo condenaron por su incongruencia. El argumento que leí y escuché varias veces, postula que después del sexo entre Rita y Betty, el film cae en un laberinto surrealista de disparates. Por el contrario, es el final el que lo lleva al borde del realismo. Si no fuera por el paréntesis del Club Silencio, que aleja esa lectura, haríamos bien en suscribir la difundida opinión de que la película es hermana de la convencional y aburrida Memento. El final, deliberadamente o no, reniega del "estilo" de Lynch y es por fortuna único en su obra. Todas los convenciones para dar la idea de que la realidad se deteriora se dan cita en él. La secuencia tiempo y espacio se ve alterada porque la realidad se fragmenta; el dolor, la crisis se expresan combinando un sonido turbulento y una imagen borrosa; el delirio, encarnado en los ancianos, no se integra a la realidad, porque debe señalizar su ruptura definitiva y por eso se representan como si fueran del espacio exterior; los objetos son prosaicos e incluso repulsivamente cotidianos; el broche de oro naturalista es la caracterización de Diana con un cuerpo visiblemente corrompido por su descompensación psicológica. Aquí Lynch parece más el autor de Requiem for a Dream que el de Blue Velvet. Nada más opuesto, sin duda, a los 105 minutos de la primera parte, donde el espacio imaginario se despliega con perfecta y cohesiva continuidad. Si en el espacio verosímil de la realidad hay cosas que no pueden ser dichas, que se niegan y ocultan, en el espacio simbólico, por el contrario, nada queda afuera y todo se reviste de alguna forma significativa, aunque nunca clara y directa. Las abstracciones de Lynch son como el gato negro, el doble o el corazón delator de Poe, imágenes que permiten mostrar todo lo que un corazón desea, pero que sus mecanismos de represión censuran. Es cierto que Pasaje Mulholland podría haber sido una buena serie y que el formato le habría permitido una expansión más orgánica. Pero es inútil, incluso obsceno, hablar de lo que no fue. Además, el resultado del paso al cine es atractivo como alegoría poética. Situados en el Pasaje Mulholland, donde la limusina se detiene, quedamos frente a dos direcciones contrarias. A la izquierda y abajo, por donde baja Rita, está la ciudad de los sueños y la trama continua de la industriosa Hollywood. A la derecha y arriba, está la frustante realidad. Como una pintura alegórica, esta composición parece decirnos que fatalmente, dado que somos animales de interpretación, optaremos por alguna de las dos direcciones: la convencional y jerarquizada interpretación realista; la subversiva y personal concepción lyncheana. Y sin embargo, sea cual sea nuestra decisión, siempre estaremos volviendo al mismo punto, porque hay una línea transversal que une ambas interpretaciones. Es la línea de la ambigüedad, la incertidumbre y el misterio que subyace a la actividad imaginaria. Una línea que sólo puede ser designada como desvío y traición. Es la paradoja de Hollywood, el extraño Club que juega a emocionar con cintas grabadas.
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