Manuel de Falla.


Músico del 27.

Un Universo musical.

La Música embrujada.


Músico del 27.

Artículo de Andrés Fernández Rubio publicado en el diario "El Pais" del 5/1/96.

Falla fue el único compositor participante en el homenaje dedicado a Góngora en 1927 que sirvió para definir a la generación de poetas. Su amistad con Lorca o Alberti, o su correspondencia con Gerardo Diego, son sólo unos ejemplos de la intensa vida intelectual desplegada por el compositor, el único español después de tres siglos, con Albéniz y Granados, que consiguió renombre internacional, y el más dotado de los tres.

Nacido en Cádiz en 1876 y muerto en Alta Gracia (Argentina) en 1946, después de haber dejado España en 1939 tras la guerra civil, la vida de Falla está marcada por cinco ciudades: Cádiz, Granada, Madrid, París y Buenos Aires. Entre 1907 y 1914 vivió en París, donde conoció a Debussy, Dukas y Ravel, y en 1915 estrenó en Madrid El amor brujo, con Pastora Imperio. De ese periodo es también El sombrero de tres picos, ballet estrenado en Londres en 1919 por los Ballets Rusos y uno de los más brillantes montados por Diaghilev. Noches en los jardines de España (1916); El retablo de maese Pedro (1923); el Concierto para clavicémbalo y orquesta, estrenado en Barcelona por, Wanda Landowska en 1926, y la inconclusa La Atlántida, son otras de las obras más destacables de Manuel de Falla.


Un Universo musical.

Artículo de Alfredo Aracil publicado en el suplemento Babelia del diario "El Pais" el 6/1/96.

El día 9 se abre el año internacional conmemorativo del insigne compositor gaditano, y tal celebración se llenará, a lo largo de 1996, de actuaciones en torno al universo sonoro de su genio.

No sólo las enseñanzas de su maestro, Felipe Pedrell, o la admiración que profesaba por sus amigos Debussy, Albéniz, Ravel o Stravinski, formaron parte del mundo de Manuel de Falla. No sólo el París antirromántico de principios de siglo, también el romanticismo germano o la música medieval estaban en su cabeza. Los cancioneros españoles del siglo XV, la polifonía de Tomas Luis de Victoria, Cristóbal de Morales o Palestrina, los cánticos de la liturgia bizantina, las sonatas para clave de Scarlatti o el piano de Chopin, la música de Beethoven, Wagner, Mahler, Grieg, Mussorgski; todo ello es también parte de un universo musical tan amplio como la cultura y la curiosidad que delatan su correspondencia y apuntes en libros y partituras que fue estudiando a lo largo de su vida.

Algunos rasgos de la música de Falla y de su carácter parecen a veces conducir a una torre de marfil, pero en realidad su biografía muestra a un hombre muy cerca de sus amigos y contemporáneos, y su pensamiento musical o sus composiciones tenían mucho de pulcro, pero poco de burbuja incontaminada. Una cita de la Quinta Sinfonía, de Beethoven -la celebérrima llamada del comienzo-, es parodiada por Falla en El sombrero de tres picos para anunciar la imprevista llegada antes de tiempo del molinero a casa. Una característica célula de cuatro notas del Tristán, de Wagner -del canto final de Isolda-, aparece citada literalmente por las trompas en la primera versión de El amor Brujo y en Noches en los jardines de España. Chopin aparece no ya solo citado, sino utilizado por Falla como única y exclusiva materia prima de su pieza coral Balada de Mallorca y de su ópera cómica inacabada Fuego fatuo. Tomas Luis de Victoria y otros autores españoles del siglo de oro son también la materia prima de su música para El gran teatro del mundo, de Calderón, y el Amén de Dresde se convierte en oración al final de Atlántida.

Un tema de La Celestina, la ópera de Pedrell, será la base de su Homenaje orquestal al maestro; como un fragmento de Soirée dans Grenade lo es de su Homenaje a Debussy. El madrigal renacentista De los álamos vengo es el punto de partida del primer movimiento de su Concerto para clave, un Tantum ergo visigótico lo es del segundo, y las sonatas barrocas de Scarlatti lo son del tercero. Todo un microcosmos en poco mas de 15 minutos.

La música popular, el folclore, forma parte también de su universo. Pero, siguiendo a Pedrell, acude Falla a ella no como objeto de cita sino como fuente de inspiración y enseñanza. Sus patrones armónicos y rítmicos o sus giros melódicos son recreados, reinventados, pero raras veces citados al pie de la letra. No obstante, la cita directa puede a veces convertirse en un guiño extramusical, como las canciones populares catalanas tejidas por Falla en su descripción sonora de El incendio de los Pirineos en Atlántida..., una referencia geográfica, como lo es la autocita de un breve fragmento de El amor brujo para señalar la llegada de Hércules a tierras de Cádiz. La inconclusa Atlántida es el mejor compendio del universo de Manuel de Falla. Señala Enrique Franco que, así como el Concerto para clave, su obra precedente, era una síntesis, Atlántida es una gran summa musical y cultural. Veinte años de bocetos composiciones, estudios que añadir a los de toda una vida con los ojos siempre abiertos, nos dejan multitud de referencias profundamente asimiladas: Monteverdi, la polifonía española e italiana, los cancioneros castellanos, música medieval, tal vez Puccini..., y todo junto a los refinados juegos tímbricos y armónicos de la orquesta, comparables a los mejores y más destacados de la música desde Wagner a Debussy, Ravel o Mahler.

El Archivo Falla conserva buena parte de su biblioteca; libros y partituras que pasaron por sus manos, muchas con anotaciones y observaciones sobre variados detalles de orquestación, armonía... Multitud de autores pueblan su catálogo. "La música", escribía Falla, "es el arte más joven. No hacemos sino comenzar", y eso hemos de creer, a juzgar por el carácter tan nuevo de su música. Nuevo y no revolucionario. Inescuchado hasta entonces -inaudito, si no fuera por su apariencia- y tan cargado de historia.


La Música embrujada.

Artículo de Enrique Franco publicado en el Suplemento dominical del diario "El Pais".

LA MÚSICA EMBRUJADA. Viaje sentimental por la vida y obra del genio, muerto hace ahora 50 años, a través de los recuerdos de quienes le conocieron.

Una mañana llamaron a su cuarto para servirle el desayuno. Nadie contestó. Sobre el lecho estaba don Manuel de Falla, "al parecer dormido", como escribiría su hermana Carmen. Era el 14 de noviembre de 1946. En su residencia Los Espinillos, en la Córdoba argentina, había pasado de la vida a la muerte por un breve puente de silencio. Ese silencio que tanto amó, y por el que marchó a Granada un día, y abandonó Granada por Mallorca, otro.

Hace medio siglo que la música española está sin Falla y, sin embargo, Falla sigue presente en ella. Desde entonces, el amor por su obra no ha dejado de crecer. Y el prestigio de su nombre ha abierto las puertas a los compositores españoles.

Falla personificó, con mucho sacrificio, una operación casi titánica: la de liberar a España de lo chiquito y localista para hacerla entrar en el coro de las naciones musicales cultas. No estuvo sólo. El combate de Pedrell, de Albéniz y de algunos más iba en la misma dirección.

Aunque los gustos musicales evolucionen, una ejemplaridad como la de Falla siempre abre perspectivas. Hoy apenas existe creador español de alguna significación que no haya rendido sus pentagramas ante la figura y el legado de Falla. Un legado discutido en su momento, pero reconocido después.

Al comenzar el Año Falla, una entrevista con la historia acerca al personaje. Hablan quienes ya no pueden hablar, pero dicen lo que dijeron para describir el perfil humano de este español tan singular y universal como quizá no ha existido otro en este siglo. Salvo Pablo Picasso, su colaborador en El sombrero de tres picos. Y cual dice el Trujamán en El retablo de maese Pedro, "¡atención, que comienza!".

Juan Viniegra habla de la infancia de Falla en su Cádiz natal: "Desde muy pequeño, Manolito se unió a nuestra familia por vínculos musicales. En nuestro hogar se respiraba un ambiente adecuado a sus precoces aficiones, y mi padre, don Salvador Viniegra Valdés, fue siempre un mecenas para cuantos sentían vocaciones musicales. Vivíamos, entonces, en la plaza de la Candelaria y su hermoso salón se convertía en sala de conciertos. Al fondo había un piano de cola, en el centro un arpa Erard y a la izquierda un armonio. De las paredes pendían algunos cuadros procedentes de la casa de los marqueses de Ureña. En aquellas reuniones cantó la Paccini, tocó Bottesini, extraordinario contrabajista, y se hizo, junto a las arias operísticas del momento, mucha música de Haydn, Mozart y Beethoven. Desde 1885, el muchacho Falla se incorporó como espectador, primero; como ejecutante y compositor, después. Años más tarde, me escribía en una carta: "Recuerdo aquellos ensayos primeros de composición, en los que tanto me alentaba tu buen padre, a quien debo, además, el haber conocido a Felipe Pedrell, quien me encauzó los estudios musicales por un camino seguro".

Antes de finalizar el siglo, Falla se traslada a Madrid, trabaja el piano con José Tragó, catedrático y discípulo en París de Georges Mathias, que lo había sido de Chopin. Falla trata de abrirse camino en una capital que no ofrecía más salidas a un músico que la zarzuela. Don Manuel lo intentó todo. Hasta estrenó, en abril de 1902, una pieza de género chico sobre libreto del periodista Emilio Dugi, Los amores de Inés. Esta obra, como otros intentos que quedaron inéditos, se ganó los más severos juicios. Se presenta a dos concursos y en ambos gana el primer premio: uno como pianista, frente a rivales como Frank Marshall, discípulo de Granados y futuro maestro de Alicia de Larrocha y Rosa Sabater. "He aquí un hecho", dice Falla, "que, después de tantos anos, no he podido explicarme, pues, desde luego, exceptuando aquella extraña ocasión, Marshall tocaba y toca el piano mejor que yo".

El segundo concurso estaba convocado por la Real Academia de Bellas Artes. De él no sólo nació un premiado, sino un gran compositor, ya que la ópera que triunfó en el certamen de 1905 no fue otra sino La vida breve, sobre el libro de Carlos Fernández Shaw. La Andalucía musical y dramática de Falla, la España jonda suena y conmueve desde esta partitura que hoy se representa con asiduidad.

El crítico de Le Courrier Musical, de París, escribe al estrenarse La vida breve en Niza, poco antes de la primera representación en París, en el ano 1913: "Se trata de un drama verista, pero, en su conjunto, es obra de influencia italiana, llena de esa estética verista". Después dedica unas duras palabras a la España musical cuando advierte "que ni siquiera los simpatizantes franceses de los compositores españoles insisten suficientemente sobre las dificultades que encuentran en su país para editar y estrenar obras instrumentales o dramáticas de elevado estilo. Es el caso de La vida breve, distinguida por la Academia de Bellas Artes de Madrid en 1905 y presentada en 1913, y no precisamente en España, sino en Francia".

Entre tanto, desde 1907 hasta el inicio de la guerra del 14, Falla está en París, trabajando en firme, apoyado por Paul Dukas, Claude Debussy, Charles Koechlin, Maurice Ravel y Ricardo Viñes, y hasta su muerte, en 1909, por Isaac Albéniz, el gran introductor de embajadores para "los españoles en París". Cuando regresa da a conocer sus Siete canciones, sus Melodías sobre Gautier, sus Piezas españolas y las Noches en los jardines de España.

En 1915, estalla El amor brujo, creado a petición de Pastora Imperio para los espectáculos de Martínez Sierra. Su forma primitiva se apoya en recitados y diálogos más que discutibles. Pero es superada por Falla en su versión de ballet, de la que la otra es mero antecedente y jalón de una creación que ya estaba en marcha. Es en el reestreno parisiense de 1925, protagonizado por La Argentina y Vicente Escudero, cuando, en su forma definitiva, El amor brujo satisface plenamente. A Falla y al público más variado. Nadie mejor que Antonia Mercé, La Argentina", para opinar: "Pocas cosas pueden procurarme un placer más profundo que comentar esta obra maestra tan cargada de las bellezas de una raza. Me he empapado íntimamente de esta música, prácticamente incorporada a mí misma. No es tan sólo el resultado de 10 años de trabajo que le he dedicado, cada día más sobrecogida por las bellezas que contiene; es, sobre todo, la consecuencia de un conocimiento y de una comunión que existieron desde el principio. Le he entregado todo lo que hay en mí, todo lo que soy capaz de dar y, a cambio, me ha proporcionado, mientras descubría sus más sutiles secretos, la sensación de lo que puede ser algo inmortal".

La vida breve nace en 1905. La acción discurre en Granada. Pero Falla no conoce la ciudad de la Alhambra hasta 1915. Desde el mismo día de su descubrimiento, con ese "¡aaaaaaaah!" que nos cuenta María Martínez Sierra en sus memorias, anida en el músico gaditano una ilusión: vivir en Granada, al margen del ruido y los combates de la capital. Escribe Juan Ramón Jiménez: "Se fue a Granada por silencio y tiempo, y Granada le sobredió armonía y eternidad. Tal paseante de la Antequeruela Alta ve acaso una menuda presencia neta y negra, bordes blancos, tecla negra de pie entre el lustroso hojear unánime de un alto jardín segundo. De noche, suben los rumores de Granada: gritos de niños, campanas, balidos como estrellas menudas (que estamos con las grandes), un cornetín, medias coplas, lamentos ondulados; y las luces de la Vega van y vienen. La soledad es absoluta en la Antequeruela, donde se exalta aquel balcón verde, con aquella persiana verde, con aquella farola verde en el arroyo de la calle, una rata muerta. Y va tomando hora y sentido la esquina secreta de la tentación dramática, por la que, escondiéndose, en la sombra de la luna, ronda el sueno del músico, sonriente y dichoso tras su rosario rezado, la rítmica fantasma con suspiros tentadores de la oculta, cobriza, perdida canción gitana".

Emilio García Gómez, que compartió junto al músico la tranquilidad de su Carmen de la Antequeruela granadina, escribe: "Todo está áspero de puro limpio. En torno a la mesa camilla se agrupan unas sillas de enea donde unos cuantos amigos locales departen con Falla. Un gato de María del Carmen runrunea en un rincón. El maestro enciende un cigarro tras reforzar la boquilla con una pella de algodón que empuja con un palillo de marfil. Cuenta las chupadas. Se habla de casi todo más que de música. El maestro pregunta, escucha, y cuando interviene sorprende cada vez su exquisita cortesía. Nadie adivinaría aquí el tormento íntimo de Falla". Y añade: "En cada país surgen milagrosamente, de vez en cuando unos seres de excepción en quienes la raza elige los intérpretes de su oscura conciencia. Unos ni siquiera se dan cuenta de su condición de elegidos: más que voceros son airones, y la revelación que ostentan muere con ellos. Otros, por inconsciencia o pereza, lo entienden a medias y el fluido misterioso se reparte entre su personalidad y unas obras truncas, deliciosamente turbadoras, donde lo vulgar está veteado de extraña inspiración. Otros, en fin, ponen todo su empeño en que no se pierda ni una sílaba del celeste mensaje. Y Falla es de estos últimos".

Este rincón cordial de la música europea no sólo sirve de marco a una tertulia local, cual si de una vieja rebotica se tratara. Hasta allí llegan Darius Milhaud, Mauricio Ravel o Igor Strawinski; Wanda Landowska, Roland Manuel, John Trend o Jean Aubry; Alfredo Casella, Adolfo Salazar, Henri Collet, Eugenia de Errázuriz o madame Alvar. Y quienes forman la casi-escuela de Falla, aunque el maestro se resista a fundarla. La música es, para él, un oficio noble. De él aprenden Ernesto Halffter, su hermano Rodolfo, Joaquín Ninculmell, Valentín Ruiz Aznar, el fiel y a veces contradictorio Salazar, Rosa García Ascot. Y escritores, poetas y pintores como García Lorca, Gerardo Diego, De los Ríos, Zuloaga, Sert, Lanz, Manolo Ángeles.

Al poco tiempo de instalarse en Granada, el teatro de Londres vibra con El sombrero de tres picos. Unos años después, El retablo de maese Pedro regresa a Granada tras sonar en Sevilla y ser representado en el palacio parisiense de la princesa de Polignac. Después escribe para Rubistein la Fantasía bética, la música andaluza mas jonda de la historia española, cumplidos los fastos y desengaños del Concurso de Cante Jondo, en 1922. Don Manuel cierra entonces su largo capítulo meridional para enfrentarse definitivamente con aquello que buscara desde joven: lograr una música de alcance universal cuya raíz sea la música general culta y popular.

Joan María Thomas, el músico mallorquín que dio cobijo en la isla a don Manuel cuando la feria turbaba el sosiego granadino, afirma: "Ambicionaba el calificativo de española para el conjunto de su obra, aunque, en particular, sus primeras composiciones fueran andaluzas como correspondía a su nacimiento. Mas para él, crear música andaluza o aragonesa, asturiana o levantina, era componer música española, del mismo modo que para Menéndez Pelayo escribir en castellano, en catalán o en gallego, era escribir en español". Esta afirmación, divulgada en Buenos Aires por un opúsculo de Juan Tornasol, le puso muy contento.

Del Retablo al Concerto para clave y cinco instrumentos se produce una evolución musical que va de lo escueto a la síntesis mas genial. Y en un lenguaje que conserva la modernidad y que para muchos hace del apasionado autor de El amor brujo y del poeta sonoro de las Noches un verdadero místico. Así lo ve José Bergamín: "Otras veces solía decir que había conocido personalmente a dos santos en mi vida: Jacques Maritain y Manuel de Falla. Ahora, en mi recuerdo, me parece que no he conocido mas que a uno: Manuel de Falla, al que dediqué -con su complacido consentimiento- uno de mis primeros libros: Mangas y capirotes, llamándole maestro en la música y en la fe. Jacques Maritain era como un santo; pero no era un santo: lo parecía. Tal vez era -quería ser- demasiado buen católico para ser santo. Aunque lo pareciera. Manuel de Falla no era como un santo, era un santo; aunque no quería ni parecerlo; y hasta puede que pareciendo bastante mal católico -simple y supersticioso-, lo bastante para poderlo ser. Maritain se hacía el santo. Falla lo era".

Mientras Falla se debatía con los versos épicos y místicos de Verdaguer e incendiaba los Pirineos, el gran incendio avanzaba sobre la piel de la España trágica. Hacia años que Falla encabezaba sus cartas con el simbólico signo PAX. Y cuando la confrontación se produce se siente enemigo de la guerra misma. Se ha dicho poco que, al responder a cierta encuesta oficial sobre una hipotética "mediación" entre las partes en lucha, mientras otras personalidades clamaban por la victoria, don Manuel escribió estas pocas palabras: "No contribuiré con mi palabra o con mi pluma a que se vierta una gota más de sangre española". Teniendo en cuenta las circunstancias, esta actitud no sólo ha de tenerse como ética, sino, también, como valerosa.

En 1939, Falla sale de Granada para la República Argentina. En Los Espinillos, sierra de Alta Gracia, alcanza una cierta paz estremecida por el mundo convulso. Para proseguir La Atlántida, su testamento musical, tiene que forzar su salud. Allí le sorprende una noche, como de puntillas, el sueño de la muerte. Una muerte que para el significaba el ingreso en la vida sin fin. Y es este triste, tristísimo suceso el que en 1996 conmemoramos con aplausos unánimes al hombre y al artista bueno, humilde, exigente y generoso.